Capítulo IV: Conversión y reconciliación - Pureza de corazón
- Entero (1.12 Mo)
- Parte 1 (474 Ko)
- Parte 2 (359 Ko)
- Parte 3 (333 Ko)
La parábola de la oveja perdida nos introducirá en aquello que llamamos la misericordia divina. Del mismo modo, nos hará descubrir cuáles son las virtudes que debemos practicar con mayor atención para permanecer en estado de gracia. Luego, nuevos episodios de la vida de Francisco nos permitirán no solamente conocerlo mejor, sino también descubrir lo que él entendía por beatitud:
bienaventurados los corazones puros, porque ellos verán a Dios. Finalmente, la lectura y los comentarios de los artículos 7 y 12 de nuestra regla nos permitirán definir y profundizar el conocimiento de lo que Cristo considera nuestro bien más precioso: nuestra alma.
- 0
He aquí que cuidaré yo mismo de mi rebaño
La imagen del “rey-pastor” se encuentra con frecuencia en la Biblia * Por ejemplo en Ezequiel 34, de donde se ha tomado el título de esta primera parte del capítulo (34,11). En Jeremías, en los capítulos 2, 3, 10, 23; en Zacarías 11; en los Salmos 23 y 80, etc.. Recordemos que, muchas veces, las imágenes que utiliza el Señor para revelarse ante los hombres son imágenes de la vida cotidiana de las personas a quienes se dirige. Fácilmente nos damos cuenta de que tal procedimiento permite que el auditorio tenga una mejor comprensión. Ya que el pueblo hebreo era un pueblo de nómadas cuyos rebaños eran parte integrante de la vida de cada uno, frecuentemente encontramos comparaciones entre la vida del pueblo de Dios y la vida de un rebaño de ovejas conducido por un pastor. También Jesús utilizará esta imagen, sobre todo en la parábola de la oveja perdida que nos refieren San Mateo (Mt 18, 12-14) y San Lucas (Lc 15, 3-7). El título del pasaje difiere en sus evangelios, aunque se trata de la misma parábola. Para el primero de los evangelistas, la parábola se titula “La oveja descarriada”, y para el segundo, “La oveja perdida” * Los dos términos son utilizados en el pasaje de Ezequiel que trata sobre su profecía contra los pastores de Israel: “no traéis a las descarriadas, no buscáis a las perdidas”, Ez 34, 4.. Esta diferencia subraya la misericordia de Dios en todos los casos que puedan presentarse. Su misericordia no tiene límites. La oveja descarriada es aquella que ha dejado el buen camino pero que, finalmente, puede reencontrarlo haciendo un pequeño esfuerzo. Le basta tan sólo un buen mapa y una brújula para encontrarlo. La oveja perdida, por su parte, está verdaderamente perdida, tanto para ella misma como para los otros. Da la impresión de ser irrecuperable. Pues bien, para las dos clases de ovejas, ya sea que estén descarriadas o perdidas, la misión de Cristo redentor, Salvador de la humanidad, se cumple sin reservas. Pero basta de hablar; más bien gocemos de esta magnífica parábola * Según Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999, vol. 4, cap. 233 (extractos)..
Parábola de la oveja perdida
Jesús habla a la muchedumbre. Subido en el borde arbolado de un torrente, habla a una numerosa muchedumbre esparcida por un campo donde el trigo ya ha sido cortado y que presenta el aspecto desolador de los rastrojos quemados por el sol. Cae el atardecer. El crepúsculo baja, pero la luna ya va subiendo. Es un hermoso y claro anochecer de principios de verano. Los rebaños vuelven al redil y el tintineo de los cencerros se mezcla con el canto de los grillos o de las cigarras.
Jesús hace la comparación con los rebaños que pasan. Dice: “Vuestro padre es como un pastor atento. ¿Qué es lo que hace el buen pastor? Busca buenos pastizales para sus ovejas, donde no haya cicuta ni plantas peligrosas, sino más bien tréboles tiernos, hierbas aromáticas y achicorias amargas pero buenas para la salud. Busca un lugar donde se encuentren al mismo tiempo el alimento, la frescura, un arroyo de aguas límpidas, árboles que den sombra; un sitio donde no haya áspides en medio del verdor. No se preocupa por encontrar pastizales más fértiles, porque sabe que ocultan fácilmente serpientes al acecho y hierbas dañinas, sino que prefiere los pastizales de la montaña donde el rocío vuelve la hierba pura y fresca, donde el sol nos libra de los reptiles, ahí donde se encuentra un aire puro que mueve el viento y que no es pesado ni malsano como el del llano. El buen pastor observa a sus ovejas una por una. Las cuida si están enfermas, las venda si están heridas. Reprende a aquella que cae enferma por glotonería. A la que le cuesta trabajo permanecer en un lugar demasiado húmedo o demasiado soleado, le dice que se mueva a otro sitio. A la que está hastiada le busca hierbas aciduladas y aromáticas capaces de despertar su apetito, y se las ofrece de su mano, hablándole como a una persona amiga.
Es así como se comporta el buen Padre que está en los Cielos con sus hijos que vagan por la Tierra. Su amor es la vid que los sostiene. Su voz les sirve de guía. Los pastizales son su Ley. Su redil es el Cielo.
Pero sucede un día que una oveja lo deja. ¡Cuánto la amaba! Era joven, pura, cándida, como una nube ligera en el cielo de abril. El pastor la miraba con tanto amor, pensando en todo el bien que podía hacerle y en todo el amor que podía recibir de ella. Y ella lo abandona.
Un tentador ha pasado a lo largo del camino que bordea el pastizal. No viste una casaca austera, sino un traje de mil colores. No lleva un cinturón de cuero con un hacha y un cuchillo colgados, sino un cinturón de oro del que cuelgan cascabeles argentinos, melodiosos como la voz del ruiseñor, y ampollas con esencias embriagadoras… No lleva el bordón con que el buen pastor reúne y defiende a las ovejas, quien, si el bordón no es suficiente, está dispuesto a defenderlas con su hacha o con su cuchillo, incluso a riesgo de su propia vida. En cambio, ese tentador que pasa lleva en sus manos un incensario refulgente de piedras preciosas desde donde se eleva un humo que es al mismo tiempo hedor y perfume, que aturde al igual que deslumbran las tornasoladas joyas, ¡oh! ¡tan falsas! Va cantando y dejando caer puñados de una sal que brilla sobre el camino oscuro…
Noventa y nueve ovejas lo miran sin moverse.
La centésima, la más joven y la más querida, da un salto y desaparece tras el tentador. El pastor la llama, pero ella no vuelve. Va, más rápida que el viento, a reunirse con el que ha pasado y, para conservar sus fuerzas en la carrera, prueba esa sal que penetra hasta adentro y le quema en un extraño delirio que la impulsa a buscar unas aguas negras y verdes en la espesura de los bosques. Y en los bosques, en pos del tentador, se adentra, penetra, sube y baja, y cae…, una, dos, tres veces. Y una, dos, tres veces, siente en su cuello el beso viscoso de los reptiles y, sedienta, bebe de las mancilladas aguas; hambrienta, mordisquea hierbas brillosas de una baba asquerosa.
¿Qué hace el buen pastor durante este tiempo? Encierra en un lugar seguro a las noventa y nueve ovejas fieles y luego se pone en camino y no se detiene hasta que encuentra el rastro de la oveja perdida. Como ella no vuelve, él va por ella. La ve a lo lejos, embriagada y enlazada por los reptiles, tan ebria que no siente nostalgia por el rostro que la ama, y se burla de él. Y él la mira, culpable de haber entrado como una ladrona en morada ajena, tan culpable que ella no se atreve a mirarlo más… Y sin embargo el pastor no se cansa, y continúa. La busca, la busca, la sigue, la acosa. Llora sobre el rastro de la descarriada: jirones de vellón, jirones de alma, rastros de sangre; delitos de todo tipo; basura; testimonios de su lujuria. Continúa y la alcanza.
¡Ah! ¡Te he encontrado, mi amada! ¡Te he alcanzado! ¡Cuánto camino he recorrido por ti, para llevarte de vuelta al redil! No bajes tu frente mancillada. Tu pecado está sepultado en mi corazón. Nadie, salvo yo que te amo, lo conocerá. Te defenderé ante las críticas de los demás, te cubriré con mi cuerpo para servirte de escudo contra las piedras de los acusadores. Ven ¿Estás herida? ¡Oh! Muéstrame tus heridas. Las conozco, pero quiero que me las muestres, con la confianza que tenías cuando eras pura y cuando me veías a mí, tu pastor y tu Dios, con mirada inocente. Aquí están. Todas tienen un nombre. ¡Oh! ¡Cómo son profundas! ¿Quién te ha hecho heridas tan profundas en el fondo del corazón? El Tentador, lo sé. Aquel que no tiene ni bordón ni hacha pero que hiere más profundamente con su mordida ponzoñosa; y luego esas falsas joyas de su incensario, que te sedujeron por su brillo y que eran un azufre infernal que resplandecía para quemarte el corazón. ¡Mira! ¡Cuántas heridas, cuánto vellón desgarrado, cuánta sangre, cuántas espinas!
¡Oh! ¡Pobre almita ilusionada! Pero dime, si te perdono, ¿me amarás todavía? Pero dime, si te tiendo los brazos, ¿te arrojarás a ellos? Pero dime, ¿tienes sed de un buen amor? Entonces ven y vuelve a la vida. Vuelve a los santos pastizales. Lloras. Tus lágrimas mezcladas a las mías lavan las huellas de tu pecado, y Yo, para alimentarte, porque estás agotada a causa del mal que te ha quemado, me abro el pecho, me abro las venas y te digo: ‘¡Aliméntate, pero vive!’. Ven a que te tome en mis brazos. Así iremos más rápidamente a los santos y seguros pastizales. Olvidarás todo de ese momento de desesperanza y tus noventa y nueve hermanas, las buenas, se regocijarán por tu vuelta. Y te digo, mi oveja perdida, a la que he buscado desde tan lejos y a la que he encontrado, y a la que he salvado, que se celebra una fiesta más grande entre los justos por una oveja perdida que vuelve que por las noventa y nueve justas que no se han alejado del redil”.
Padre o madre, sacerdote, educador o simple amigo, ¿acaso no es llamado, cada uno de nosotros, cada uno en la misión que le corresponde, cada uno con los dones que ha recibido, a ser un “buen pastor”? O bien, ¿acaso no ocupamos muchas veces el lugar de la oveja perdida o descarriada? Analicemos entonces el comportamiento de cada personaje de la parábola para que sepamos seguir por nosotros mismos a Aquel que es el Camino, la Verdad y la Vida; o bien, en función de las circunstancias de la vida, para que ayudemos a nuestro prójimo a buscar y seguir ese Camino, esa Verdad y esa Vida.
El buen pastor
En principio, el pastor es “bueno”. La bondad es una cualidad superior a la sabiduría puesto que requiere amor. Además, de entre las virtudes que posee el buen pastor, la primera que vemos es esa: el amor. Las otras cuatro virtudes, que la Iglesia califica de virtudes cardinales * Las virtudes cardinales, que son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza, son como los cuatro puntos cardinales que, cuando los conoce y hace buen uso de ellos, permiten al marinero orientarse bien en el mar. San Agustín nos precisaba al respecto: “Vivir bien no es otra cosa sino amar a Dios con todo su corazón, con toda su alma y con todas sus acciones. Se le profesa un amor total (por la templanza) que ningún malechor puede romper (lo que requiere fortaleza), que no obedece más que a Él (y esto es la justicia), que vela por un buen discernimiento y no dejarse así sorprender por la artimaña o la mentira (y esto es la prudencia)”. San Agustín, De Moribus Ecclesiae Catholicae 1, 25, 46. , en realidad tienen su origen y su fin en esta virtud teologal de la caridad.
El amor: el buen pastor ama a sus ovejas. No se contenta con conocerlas “más o menos”, “a grandes rasgos” o “a ojo de buen cubero”. ¡No! Las conoce una por una y cuando una de ellas está enferma, la cura. Si una de ellas se extravía, va a buscarla. El buen pastor no se dice: “¡Bah, una perdida, diez encontradas!”. ¡No! Cada una es preciosa a sus ojos y, si una se pierde, parte sin tardanza en su búsqueda. Sigue su rastro. Sabe bien que su oveja es desdichada y que sufre. Él mismo sufre, por amor a ella. Llora al saberla desdichada. Pero cuando la encuentra, entonces, ¡qué alegría! Qué alegría a pesar de todo lo que la oveja lo ha hecho sufrir: la imprudencia que ha demostrado al seguir al tentador; la injusticia que le ha testimoniado al dejarlo, a él que es bueno y que le daba todo lo que necesitaba; la debilidad en su carrera en pos del tentador y en la que, por tratar de encontrar fuerzas, probó la sal amarga del pecado; su intemperancia en la atracción de las tinieblas. Para devolverle la salud, la misma salud que tienen las otras noventa y nueve ovejas, le perdona todas sus faltas y se le ofrece como alimento. ¡Ah! ¡Cuánto amor demuestra este buen pastor!
La templanza * La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión de su corazón. CIC 1809.: nuestro buen pastor, según el papel que le corresponde, cuida a sus ovejas respetando el equilibrio de los recursos de la creación. Les busca buenos pastizales donde no haya cicuta ni plantas dañinas, sino tréboles tiernos y hierbas buenas para la salud. Busca un lugar donde haya al mismo tiempo alimento, frescura, un arroyo de aguas límpidas y árboles que den sombra. No se preocupa por encontrar pastizales más pingües, que pueden parecer mejores a primera vista, porque sabe que fácilmente esconden serpientes al acecho y hierbas dañinas. Entonces el buen pastor actúa ante todo con precaución y, algunas veces también, por el bien de la oveja, usando la autoridad que le confiere su cargo. Es el caso de una oveja que cae enferma por glotona. En esta situación no duda en elevar la voz para hacerla volver a la moderación.
La fortaleza * La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. CIC 1808.: el buen pastor muestra con qué constancia persigue el bien. Así, cuando se pone en marcha para encontrar a la oveja perdida, no se detiene hasta que encuentra rastros de su oveja. Ya que ella no vuelve a él, él va por ella. Cuando la ve enlazada por los reptiles y a ella misma burlándose de él, no se cansa. La busca, la busca, la sigue, la acosa. ¿Teme, como los fariseos que huían de los pecadores por miedo de ser mancillados por su pecado, ensuciarse yendo a buscar a su oveja en medio del viscoso abrazo de los reptiles? ¡No! Al contrario. No duda en arriesgar su vida para salvar la de su oveja. “No necesitan médico los sanos, sino los enfermos” (Mt 9, 12), replicó Jesús a sus detractores.
La justicia * La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. CIC 1807.: el buen pastor tiene desarrollado un alto sentido de la justicia. Efectivamente, se le ha confiado una misión: cuidar a sus ovejas. Es justo que la cumpla con la mayor diligencia. Además, eso es lo que hace al buscar un lugar donde se encuentren al mismo tiempo la comida y todos los otros elementos que necesitan las ovejas: frescura, aguas límpidas, sombra. Cuando el buen pastor va en búsqueda de la oveja perdida se preocupa, antes de partir, por garantizar la seguridad de las noventa y nueve ovejas fieles. En fin, cuando encuentra a la oveja perdida, ¿la desprecia, la humilla ante los ojos de todos para vengarse de su infidelidad? ¡No! La abraza a su pecho y le habla con dulzura. Asegura su defensa contra las críticas de los demás, contra las piedras de los acusadores. Así es: el pecado de la oveja perdida no le ha hecho perder de vista su misión de cuidar a sus ovejas contra todo mal, ya venga de un tentador o de acusadores.
La prudencia * La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo (…). No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. CIC 1806.: el buen pastor muestra mucha prudencia. No pone a pacer sus ovejas en el primer prado que se le atraviesa. No, todo lo contrario. Comienza por buscar buenos pastizales para sus ovejas, pastizales que les permitan desarrollarse con toda calma. Cuando va en busca de la oveja perdida, ¿deja a las otras completamente desatendidas con todos esos lobos que rondan por los alrededores? No. Encierra en un lugar seguro a las noventa y nueve ovejas fieles, es decir, les proporciona los medios para permanecer en el amor de su pastor. El “Prefacio de Apóstoles I” (Misal Romano) resume bien esta prudencia amorosa: “Pastor eterno (…) no abandonas nunca a tu rebaño, sino que por medio de los santos Apóstoles lo proteges y conservas, y quieres que tenga siempre por guía la palabra de aquellos mismos pastores a quienes tu Hijo dio la misión de anunciar el Evangelio”.
El tentador
En el capítulo II hemos expuesto cuáles son las formas de tentación que utiliza Satanás para intentar arrebatarle nuestra alma a Dios. Recordemos que hay tres formas de tentación: el lado material de la naturaleza, por medio de la atracción carnal y la gula; luego el lado moral y, finalmente, el lado espiritual. Es esta última tentación la que más interesa a Satanás, ya que las dos primeras formas son sobre todo instrumentos para lograr que el hombre caiga prisionero de la tercera. En la parábola de la oveja perdida encontramos todos los argumentos desarrollados por Belial, es decir, todas las astucias y múltiples mentiras que utiliza para lograr sus propósitos. El tentador comienza por oponer al hábito austero del pastor un traje de mil colores. A los accesorios utilizados por el pastor en el ejercicio de su misión, a saber, un cinturón de piel con un hacha y un cuchillo colgados, opone un cinturón de oro de donde cuelgan cascabeles de sonido argentino, melodiosos como la voz del ruiseñor, y ampollas con embriagantes esencias. Al cayado con que el pastor reúne y defiende a sus ovejas, opone un incensario resplandeciente de piedras preciosas. Todo parece benigno, sin importancia, pero si lo seguimos sucede lo siguiente: el tentador canta, y deja caer puñados de sal que brillan en el camino oscuro. Porque el camino, desde el principio, es oscuro. Se distingue esa extraña sal que brilla y que muestra la ruta a seguir pero, finalmente, ignoramos dónde metemos los pies.
Si, para tomar fuerzas, se prueba la sal del tentador, es decir, la sal del pecado, obtenemos un resultado inverso al buscado. En lugar de retomar fuerzas, la fortaleza nos abandona: nos volvemos más débiles, más vulnerables, listos a caer en la segunda tentación. Porque el camino oscuro se dirige, poco a poco, hacia la oscuridad de los bosques. Ahí ya no hay más luz. Nos asaltan reptiles sin que finalmente podamos librarnos nosotros solos. El espíritu ya no es maestro del cuerpo, sino que es el cuerpo el maestro del espíritu. Ahora bien, aunque el cuerpo suele ser un buen servidor del alma cuando sabemos darle cosas buenas, como maestro del alma es malísimo. Si nuestro espíritu está aniquilado por el cuerpo, entonces estaremos hambrientos y sedientos de todo lo que nos falta para ser felices. Probaremos entonces hierbas que brillan de baba asquerosa. ¿Qué pasa finalmente? Ya no sentimos el amor de Dios que nos ama. Ya no sentimos el amor de las personas que nos aman. E incluso si Dios o nuestros antiguos compañeros se nos manifiestan, nos burlamos de ellos, creyéndonos más fuertes, más libres que ellos, más felices que ellos. ¿Qué pasa en realidad? Somos como un ratón que entra en una ratonera llena de queso y que se burla de sus viejos amigos que se quedaron fuera, pues puede atiborrarse de todo el queso que ha puesto en el interior el trampero. Pero una vez comido el queso, incluso comido hasta la saciedad, ¿cuál es el provenir del ratón? Por donde se mire es prisionero, esclavo del trampero. Puede matarlo u olvidarlo en su ratonera. Si lo olvida, lentamente morirá de hambre. Está solo. Y sin reacción alguna por su parte, asociada a alguna ayuda exterior, es una muerte segura.
La oveja perdida
La pobre oveja perdida no muestra ninguna de las virtudes que posee su buen pastor. Carece de prudencia cuando ve al tentador. No se dice como las otras ovejas: “Dejemos pasar de largo a ese curioso tipo de aspecto tan atrayente; no nos ocupemos de él”. Por el contrario, nuestra pobre oveja se abandona como el ratoncito que ve el queso instalado ante la ratonera. Presta crédito a lo que puede parecerse a la felicidad y, además, a una felicidad sin esfuerzo. Basta agacharse para comer. ¿Acaso no tenía lo que le era necesario en los pastizales de su pastor? Tenía lo que necesitaba, pero la pequeña era golosa. Siempre le hacía falta algo más. No saber contentarse de lo necesario es prueba de intemperancia. Es así como la ovejita comienza por consumir algo aparentemente anodino, pero que no satisface, que no desaltera. Por el contrario, el hecho de probar lo que propone el tentador da un hambre terrible, una sed inextinguible * En español existe un viejo proverbio que resume bien esta ascensión del mal en el corazón de un ser: “quien hace un cesto, hará ciento”, es decir que, una vez hecha una mala acción, no es difícil repetirla.. En lugar de decirse: “es necesario que vuelva a los verdes pastizales de mi pastor”, lo cual habría sido una justicia para él, la ovejita se adentra más en la oscuridad. Le falta fortaleza en la tentación. Cae en las aguas negras y verdes del pecado. Se convierte en prisionera, en esclava de su pecado. Tanto que cuando su pastor la llama, se burla abiertamente de él: “¡Vete, tú, con tus verdes pastizales! ¡Mira por otro lado a ver si estoy!”.
La separación es total por parte de la oveja. Se ha separado de Dios, se ha separado de los otros y se ha separado de su ser. Al igual que el poseso del lago de Genesaret, que se cortaba el cuerpo con piedras, encontramos en la ovejita al verdugo y al ajusticiado a la vez. Efectivamente, ¿qué ser, a menos que sufra de la enfermedad del sadomasoquismo, es feliz haciéndose mal? Nuestra pequeña oveja está en ese caso: no necesita a nadie más para hacerse mal. Se hace mal sola. El tentador puede irse a tentar a alguien más. El ratón ha caído en la ratonera.
Si no hubiese ayuda del exterior, si no existiese el buen pastor, sería el fin de la ovejita. En verdad estaría perdida, definitivamente perdida. Es entonces cuando el buen pastor la encuentra. Pero el buen pastor no puede tomarla por la fuerza, no puede retirarle su pecado sin su colaboración. Necesita la colaboración de la oveja. Es necesario amor, es necesario el perdón, que deben expresarse de manera sensible. El buen pastor no puede dejarlos de lado para ayudar a la oveja. Si la forzara, el resultado sería efímero. A la primera oportunidad la oveja lo abandonaría nuevamente para recaer en el fango. ¡Ah! Si la oveja conociera ese sobresalto que ciertas almas solo conocen en su lecho de muerte, cuando la gracia de Dios abunda, e incluso superabunda. Recordemos a los dos ladrones crucificados junto a Cristo. El mal ladrón permanece en su pecado y se burla de Cristo. El otro, tan criminal como el primero, confiesa su falta, pide perdón e incluso intenta convertir a su compañero de infortunio: “‘¿Ni siquiera tú temes a Dios, tú que estás padeciendo el mismo suplicio? Nosotros con justicia, pues estamos recibiendo lo merecido por nuestras fechorías. Pero éste nada malo ha hecho’. Y dijo a Jesús: ‘Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino’. Él le contestó: ‘Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso’”. (Lc 23, 40-43)
Las noventa y nueve ovejas fieles
Éstas no han perdido el rumbo. Y con razón. Practican las cuatro virtudes cardinales. Cuando el tentador pasa, lo miran sin moverse. Esas ovejas son ya la alegría del pastor. Son fieles, prudentes, amorosas con su pastor, y le testimonian su amor escuchando su voz y obedeciendo sus mandamientos. Podríamos pensar que tienen el derecho de juzgar a su hermana pecadora. No es así. Ni cuando se ha descarriado ni cuando vuelve al redil. ¿Sermonean a su hermana? ¡No! Se abstienen de hacerlo. ¿Le hacen reproches al pastor diciéndole: “nuestra hermana se ha revolcado en el fango de los cerdos, ya no la queremos con nosotros por miedo a que nos ensucie”? ¡No! ¡Al contrario! Se alegran por el regreso de su hermana perdida, porque estaba perdida y hela aquí de nuevo, estaba muerta y hela aquí vuelta a la vida. Estas noventa y nueve ovejas son verdaderamente buenas y puras, porque los buenos y puros no critican. Jamás. Ellos comprenden.
Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios
Es así como se titula la decimosexta admonición * Algunos manuscritos titulan a las Admoniciones “Así hablaba san Francisco”. Efectivamente, la fuente de las Admoniciones son las intervenciones de san Francisco en las reuniones de hermanos, o cabildos. Francisco los “amonestaba, reprimía, daba órdenes” (TC 57). La leyenda de Perusa habla de esas “reuniones de hermanos” y da algunos ejemplos (71 et. seq.). Conservamos algunos testimonios escritos que llevan el título de Admoniciones. Algunas Admoniciones son breves notas en forma de comentario de la Escritura; otras son exhortaciones espirituales; otras más, avisos destinados a precisar tal o cual punto de la Regla, “pocas cosas más, absolutamente necesarias para poder vivir santamente” (1C, 32). Las admoniciones pueden clasificarse en dos grupos bastante homogéneos: las Enseñanzas (1 a la 12) y las beatitudes (13 et. seq.). Todas, pero sobre todo las últimas, merecen bien la definición que da el padre Cuthbert: constituyen el “Sermón en la montaña” de san Francisco. Desbonnets, Théopile y Vorreux, Damien, Saint François d’Assise. Documents, Ed. Franciscaines, 1981, p. 39 (Introducción a las admoniciones). de Francisco. Vamos enseguida a ofrecer el texto, muy corto, porque es el que va a introducirnos en el descubrimiento, o en la profundización, de lo que puede denominarse la pureza de corazón:
“Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.
Son verdaderamente limpios de corazón los que desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y alma limpios”.
Es a través de algunas anécdotas de la vida de Francisco y de sus hermanos que abordaremos la virtud de la pureza. Veremos dos pasajes donde Francisco ayuda al hermano Maseo. Luego lo encontraremos con los habitantes de Siena. Finalmente lo veremos desenmascarar la impostura de un hermano que se hacía pasar por santo. Esta pureza de corazón la encontraremos, por supuesto, en el mismo Francisco. Pero Francisco siempre tuvo la preocupación de ayudar a sus hermanos y a su prójimo a orientar su propio corazón hacia nuestro Padre que está en los Cielos. Lo veremos entonces obrar en esa dirección.
En algunas anécdotas de la vida de Francisco va a intervenir especialmente uno de sus compañeros más entrañables: el hermano Maseo. Para saborear mejor las siguientes líneas, comencemos por presentar al mencionado hermano Maseo: nacido en Marignano, cerca de Asís, el hermano Maseo recibió del Señor un gran número de cualidades, tanto físicas como intelectuales. En efecto, es alto, y hay que reconocer que se trata más bien de un hombre guapo. Está dotado de un sólido sentido común. Su espíritu es despierto y, algunas veces, un poco cáustico. Tiene el don de la réplica y, sobre todo, tal vez, una elocuencia sencilla y familiar para hablar de Dios. Llega a los corazones y tiene gran éxito entre aquellos que lo escuchan. Entra en la Orden hacia 1210 o 1211. Finalmente se volverá muy humilde gracias a su contacto con Francisco y tras haber recibido por parte de este último algunas bien merecidas lecciones. * Los relatos que siguen están inspirados de las “Florecillas”, capítulos 10 y 11, en los cuales se integrarán además otros textos (de los que se precisarán las referencias en el momento oportuno).
Por la gracia de Dios
Cerca de la Porciúncula se encuentra un bosquecillo a donde gusta retirarse el hermano Francisco para orar. Un día, tras haber rezado largamente en ese bosque, marcha en dirección de la comunidad. Mientras camina, su rostro parece como iluminado por su meditación. Si sus ojos miran el sendero para ordenar a sus pies que pisen el sitio correcto, su mirada, por su parte, está lejos, aún en oración. Es en ese momento que el hermano Francisco es interrumpido por el hermano Maseo. Efectivamente, éste viene en su búsqueda. Hace algunos instantes, sin que Francisco se haya dado cuenta, el hermano Maseo detuvo su marcha para observar mejor a Francisco viniendo hacia él. Cuando el hermano Maseo se dirige a Francisco, su rostro está sonriente y su cabeza, mientras habla, gira de derecha a izquierda, y viceversa, como diciendo “¡no entiendo!”. El tono de su voz, por su parte, no tiene nada de despectivo o altanero. Habla como a un amigo a quien se le puede decir absolutamente todo, incluso las cuestiones más curiosas, cuando no audaces. Pues la pregunta que plantea a Francisco conlleva una pizca de audacia: “¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti? ¿Por qué a ti?”. Francisco detiene su marcha y descubre al hermano Maseo ahí, a pocos pasos de él. Abre unos enormes ojos interrogantes. “No entiendo el sentido de tu pregunta. ¿Qué quieres decir con: ‘¿por qué a ti?’”. La sonrisa del hermano Maseo se hace más amplia y, abriendo las manos y alzando los hombros al mismo tiempo, precisa: “Digo: ¿por qué todo el mundo corre tras de ti? ¿Por qué todos parecen desear verte y escucharte? En fin, ¿por qué aquellos que te han escuchado, y de los cuales formo parte, te obedecen hasta el fin? Físicamente, ¡no eres un hombre bello! ¡Aunque sepas leer, no posees gran sabiduría! Y, además, ¡no eres noble! ¿De dónde sale entonces que todo el mundo corra tras de ti?”.
Más de uno, escuchando esta pregunta, se sentiría contrariado porque, finalmente, cada quien tiene su amor propio y no gusta de sentirse rebajado así. Pero para Francisco no es nada. Francisco, por el contrario, alegra su espíritu, alza su rostro al cielo y permanece largo tiempo con el alma elevada hacia los cielos, como esperando de Dios la respuesta a la pregunta. El hermano Maseo lo mira, ya casi sorprendido de su silencio. Y luego, lentamente, Francisco se arrodilla y rinde alabanza y da gracias a Dios. Se gira entonces hacia el hermano Maseo y le dice: “¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué a mí? ¿Quieres saber por qué todo el mundo me sigue? La respuesta a esa triple pregunta la encuentro en los ojos de Dios que contemplan a buenos y malos. Si él hubiese elegido a un servidor muy bello, o a un servidor sabio o incluso a un servidor proveniente de la nobleza, el mundo habría podido concluir que por uno de esos motivos la gente me seguiría y que la bondad de Dios, la gracia de Dios, no eran la causa de todo esto. ¡No! Dios, en su bondad, retuvo a la más vil de sus criaturas. Por esta razón, me ha escogido para confundir la fuerza y la belleza, para confundir la ciencia del mundo y para confundir la nobleza y la grandeza para que se sepa, escucha bien esto hermano Maseo, que toda virtud y todo bien provienen de Él y no de la criatura. Me ha escogido entre sus criaturas para decirle al mundo que nadie puede ufanarse en su presencia, sino que cualquiera que se ufane, se ufana en el Señor * “… lo que para el mundo es necedad, lo escogió Dios para avergonzar a los sabios; y lo que para el mundo es debilidad, lo escogió Dios para avergonzar a los fuertes; y lo plebeyo del mundo y lo despreciable, lo que no cuenta, Dios lo escogió para destruir lo que cuenta. De suerte que no hay lugar para el orgullo humano en la presencia de Dios. De Dios viene el que vosotros estéis en Cristo Jesús, el cual, por iniciativa de Dios, se hizo nuestra sabiduría, como también justicia, santificación y redención. Y así, según está escrito: Quien quiera ufanarse, que se ufane en el Señor”. (1 Cor, 1, 27-31), a quien pertenece todo honor y toda gloria en la eternidad”.
Al escuchar estas palabras, los ojos del hermano Maseo se llenan de lágrimas que perlan sus mejillas. Por supuesto, no esperaba semejante respuesta. Con el alma conmovida por tal abandono a Dios, se arrodilla a su vez ante Francisco y le suplica: “Bendíceme, hermano Francisco, y ruega al Señor que me dé la santísima virtud de la humildad”.
Ahora Francisco mira al hermano Maseo a los ojos, y puesto que ahora están arrodillados uno tan cerca del otro, toma las manos del hermano Maseo diciendo: “Dichoso el siervo que restituye todos los bienes al Señor Dios, porque el que se reserva algo para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios, y lo que creía tener se le quitará” * Adm, 18. La desapropiación interior..
En el camino a Siena
Francisco escogía con frecuencia al hermano Maseo como compañero de ruta gracias a su encanto de palabra y a su eminente sabiduría. Los encontramos a los dos, poco tiempo después del episodio precedente, caminando juntos por las carreteras de Toscana. El hermano Maseo camina un poco adelante de Francisco. Ahora se detiene en la encrucijada de Poggibonsi la cual, viniendo desde Asís, permite seguir tres direcciones diferentes: Florencia, Siena o Arezzo. El hermano Maseo se vuelve y dice: “Hermano, ¿qué camino debemos tomar?”. Francisco le responde: “El que Dios tenga a bien indicarnos”. Ante esta respuesta, el hermano Maseo suelta una carcajada y dice: “¡Ah, ah! ¿Y cómo vamos a hacer para conocer la voluntad de Dios respecto a este tema?”. Francisco responde: “Por la señal que te indicaré; también, por el mérito de la santa obediencia, ordeno que gires sobre ti mismo en esta encrucijada, como lo hacen algunas veces los niños, en el lugar preciso donde tienes los pies en este momento. Y no dejes de girar hasta que yo te lo diga”. El hermano Maseo abre enormes ojos pero, en virtud de la santa obediencia, se pone a girar en redondo en medio de la encrucijada. La gente que pasa por ahí sonríe al ver a este buen mozo girar sobre sí mismo como un niño. Algunos, incluso, no dudan en gritar “¡Hola!” cuando el hermano Maseo, presa del aturdimiento, cae por tierra. Pero éste, valiente y humildemente, se levanta y continúa girando porque Francisco no le ha dicho aún que pare. En cierto momento en que el hermano Maseo gira muy rápido, Francisco le lanza: “Detente y no te muevas más”. Entonces el hermano Maseo, en un último esfuerzo por no caer, deja de girar. “¿Hacia qué lado apunta tu cabeza?”, le pregunta Francisco. “Hacia Siena”. Francisco replica: “Esa es la ruta que Dios quiere que tomemos”.
Entonces Francisco y Maseo reinician la marcha, Maseo siempre un poco adelante y Francisco atrás. Mientras caminan, el hermano Maseo se dice a sí mismo: “Después de todo, Francisco es muy original. Haberme hecho girar así como un chiquillo ante todo ese mundo que pasaba por la encrucijada”. Sin embargo, no se atreve a decirle nada a Francisco por respeto hacia él. Pero, digámoslo sin tapujos, se le dificulta “tragarse” la maña utilizada para conocer la voluntad divina.
Cuando se va llegando a Siena, los habitantes salen a su encuentro. Han sido advertidos por viajeros más rápidos que nuestros amigos, que les han dado esta noticia: “El santo hombre de Asís llega con uno de sus compañeros”. La gente se lanza a los pies de los dos hermanos menores, espantada. “¡Venid rápido! Los sieneses pelean entre ellos a causa de un lío de faldas, aunado a un sombrío problema de dinero. Ya ha habido dos muertos y hay riesgo de que esto continúe si no se hace nada por restablecer la paz”. Francisco y Maseo apuran el paso y se dirigen al centro de la batalla. Gritos, injurias, golpes, sangre que corre. Este es el horripilante espectáculo que descubren al llegar. “¡Deteneos, habitantes de Siena! ¡Deteneos y escuchad!”, grita Francisco. “Escuchad esta parábola”.
Parábola contra la falta de modestia en mirar a las mujeres
“Un rey muy poderoso envió sucesivamente dos mensajeros a la reina. El primero volvió y se contentó con transmitirle la respuesta; se trata de aquel que, como un sabio, ha conservado los ojos en su cabeza y ha aplicado la parábola del Eclesiástico: ‘Aparta la vista de mujer bien parecida, y no fijes tu atención en belleza ajena’ (Eclo 9, 8). El otro servidor volvió a su vez y, tras haber transmitido en pocas palabras su mensaje, elogió la belleza de la reina: ‘En verdad, majestad, he visto a la más hermosa de las mujeres; ¡dichoso el que la posee!’. Pero el rey contestó: ‘Servidor malvado, has mirado a mi mujer con ojos impúdicos. Está claro que has querido poseer lo que tan atentamente has escrutado’.
Entonces el rey llamó al primer mensajero y le dijo: ‘¿Qué piensas de la reina?’ El mensajero le respondió: ‘Tengo una buena impresión, porque me ha escuchado en silencio y ha respondido con sabiduría’. ‘¿Pero no es linda?’, pregunta el rey. ‘Señor, es a usted a quien corresponde contemplarla. Yo sólo tenía que transmitir mensajes’. ‘Tienes los ojos castos’, afirma el rey. ‘En mi cámara sé también casto de cuerpo. En cuanto al otro, que sea expulsado del palacio, para no temer que mancille también mi tálamo’.
Francisco continúa: ‘Escuchad, habitantes de Siena. Cuando se es demasiado seguro de sí mismo se toman menos precauciones contra el enemigo y el diablo, cuando os ha asido de un cabello, se encarga de convertirlo en un yugo opresivo. Incluso si no ha logrado, tras años de tentaciones, hacer caer a un hombre, poco le importa el plazo si al final sale victorioso. Es su único trabajo; ni de día ni de noche tiene otra preocupación’” * Según 2C, 113.
No dejarse asolar por el pecado ajeno
Francisco continúa: “Pero cuando se encuentra a una persona, que a todas luces es un hermano, que acaba de cometer un gran pecado, ¿se debe por lo tanto dejarse asolar a su vez por ese pecado? ¿Se debe agregar una nueva falta a la anterior juzgando a su hermano, haciéndolo víctima de la maledicencia, golpeándolo o matándolo? ¡No! Es verdad que el servidor de Dios puede sentirse afectado en su amor por la ofensa a Dios, pero por más grave que sea el pecado cometido por el prójimo no debe perder la paz de su alma ni enfadarse. Si pierde la paz de su alma o se enfada, se atribuiría injustamente un derecho que no pertenece más que a Dios: juzgar una falta.
El servidor de Dios que se muestra inaccesible al enfado y a los problemas en sus relaciones con los demás, es el que lleva una vida conforme a su vocación, libre de toda atadura egoísta. Dichoso el que nada guarda para sí, sino que da al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios” * Según Adm 11.. Lentamente, Francisco retoma el aliento y, mirando con ternura todos esos rostros vueltos hacia él, prosigue en un tono que se acerca más a la oración que a la predicación:
Amad a vuestros enemigos
“Amad a vuestros enemigos”, dice el Señor.
Ante todo, amar a su enemigo significa primero no ofenderse por los errores que nos ha hecho padecer; es sentir dolorosamente, pero como una ofensa al amor de Dios, el pecado que el otro ha cometido; es demostrarle a éste último, por medio de obras, que se le sigue amando. * Según Adm 9.
Dichosos los pacíficos
Dichosos los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios.
“Son verdaderamente pacíficos aquellos que, en medio de todas las cosas que padecen en este mundo, conservan la paz en su alma y en su cuerpo, por el amor de nuestro Señor Jesucristo” (Adm 15).
“¡La paz sea con vosotros, hermanos míos! ¡La paz sea con vosotros! Sed ‘uno’, así como el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son ‘Uno’”.
Los habitantes de Siena, emocionados por estas palabras y por la fuerza de espíritu con que son pronunciadas, se perdonan mutuamente las ofensas cometidas. Una gran unión los liga a todos a partir de ese instante.
Entrar en sí mismo para ver las obras divinas
El obispo de Siena, al tener noticias de este suceso, invita a Francisco a su casa y lo recibe, a él y al hermano Maseo, con un despliegue de fastuosidad digno de altos señores. Cenan juntos y el obispo insiste en que los dos menores se queden a pasar la noche en el obispado. Como es ya muy tarde, los dos hermanos aceptan. Pero sucede que muy temprano por la mañana, cuando el sol todavía no ha salido, Francisco despierta a Maseo y le dice: “Vayámonos rápido antes de que alguien se despierte, porque aquí nos tratan demasiado bien”. Y, a espaldas de todos, incluso del obispo, abandonan Siena sin hacer el menor ruido.
En el camino de regreso a Asís, el hermano Maseo murmura para sí mismo: “¿Qué es lo que hace este valiente hombre? Primero me pide que gire como un niño delante de todo el mundo. Luego, al obispo de Siena que lo ha colmado de honores, no le ha dicho nada y nos hemos ido sin siquiera agradecerle. Francamente, me parece que el hermano Francisco actúa algunas veces sin mucha educación. Y el hermano Maseo caminaba rumiando estos tristes pensamientos. Pero poco después la caminata le ayuda a reflexionar y a meditar, y el hermano Maseo se sumerge entonces en la introspección y se pone a acusarse: “¿Cómo, hermano Maseo, puedes ser tan orgulloso? Las obras que Francisco ha llevado a cabo sólo en la jornada de ayer son tan santas que incluso un ángel del Señor no habría podido igualarlas. Si Francisco no hubiera reconciliado a la gente que se peleaba entre ella, no tan sólo muchos cuerpos más habrían muerto además de los dos primeros asesinados, sino que también muchas almas habrían sido arrastradas al infierno por el diablo. ¡Cómo puedes ser tan tonto, tú que te crees inteligente! ¡Cómo puedes ser tan orgulloso, tú que murmuras contra tu santo hermano! Porque es evidente que las obras que Francisco ha realizado ayer vienen de la voluntad de Dios, como lo demuestra el feliz desenlace que siguió!”.
San Francisco, por su parte, continúa caminando atrás, en silencio. Pero Francisco tiene, al igual que otros santos * Sobre todo el santo cura de Ars., un maravilloso conocimiento de las almas * Rasgos análogos abundan en todas sus biografías, por ejemplo: LP 28, 30; 1C 48-50; 2C 28-31, 40; LM 9, 8-13. que le permite conocer con clarividencia los pensamientos secretos de las personas. Todo lo que el hermano Maseo dice a su corazón, Francisco lo sabe. Tanto que, tras los últimos pensamientos del hermano Maseo, Francisco se acerca a él, le pone la mano sobre el hombro y le dice: “Hermano Maseo, mi buen fray Maseo; sigue con esos pensamientos que tienes ahora porque son verdaderos, buenos, útiles e inspirados por Dios. Olvida el resto que, por su parte, estaba inspirado por el demonio”.
Sobre otro hermano que se hacía pasar por un santo
Algunos años después, Francisco llega a una comunidad de menores donde un hermano llevaba una vida santa y ejemplar. Se dedicaba a la oración día y noche. Guardaba un silencio tan riguroso que incluso cuando se confesaba a un hermano sacerdote lo hacía por medio de señas, sin decir una palabra. Parecía lleno de piedad y ardía en un ferviente amor hacia Dios. Cuando los hermanos tenían una conversación piadosa, al escucharlos manifestaba una gran alegría interior y exterior, y todo esto siempre sin hablar. Viéndolo así muchos lo consideraban un santo.
Hacía ya algunos años que vivía de esta manera cuando Francisco llega al convento donde habita este hermano. Los frailes no dudan en mostrar a Francisco el entusiasmo que experimentan por este hermano y el por qué lo declaran santo. Pero Francisco interrumpe el concierto de elogios que hacen sobre el mencionado hermano diciendo: “¡Basta, hermanos! ¡No me elogien lo que no es más que hipocresía y falsedad. Si este hermano no quiere confesarse es porque en esta forma de vida sólo hay tentación y astucia diabólica. En realidad, este hombre es manejado y seducido por el espíritu maligno”. Los frailes, al escuchar esto, muestran su estupefacción e interrogan a Francisco: “¿Cómo es posible que mentiras tan descaradas puedan ocultarse bajo tan evidente perfección?”. “Ponedlo a prueba”, replica Francisco, “pidiéndole que se confiese dos veces, o al menos una, por semana. Si se niega, veréis que lo que digo es cierto”.
Entonces el vicario general, que también está presente en este momento, llama aparte al hermano que se hacía pasar por santo y comienza a departir familiarmente con él. Por supuesto, departir es una manera de hablar porque el hermano sólo se expresa por señas. Al terminar, el vicario ordena al fraile que se confiese dos veces, o al menos una, por semana. El otro se niega, pone un dedo sobre sus labios y sacude la cabeza, expresando así que no se confesará. Al conocer este rechazo, los frailes quedan estupefactos. ¡Era la primera vez que el vicario de toda la Orden exigía al hermano en cuestión que viviera un sacramento! Ellos saben bien que la confesión puede ser, no solamente causa, sino expresión de santidad. Además, al constatar que el fraile rehúsa obedecer al vicario, en ese momento recuerdan la admonición que Francisco ha expresado en un capítulo general sobre la obediencia perfecta y la obediencia imperfecta: “Dice el Señor en el Evangelio: El que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo” (Adm 3). ¿Cómo se puede abandonar todo lo que se posee? Guardando entera obediencia a su superior. Todo lo que hace y todo lo que dice un sujeto es acto de verdadera obediencia si cumple dos condiciones: por una parte, que se trate objetivamente de una buena acción; por otra parte, estando seguro de no ir en contra de la voluntad del superior. Esa es la verdadera obediencia y es también amor: alegra al mismo tiempo a Dios y al prójimo. Desafortunadamente, muchos religiosos imaginan que hay mejores cosas que hacer que aquello que ordenan sus superiores; vuelven a lo pasado, como el perro a lo bosado, es decir, por voluntad propia. Éstos son homicidas y, por sus malos ejemplos, hacen perderse a muchas almas * Adm 3 (extractos).. Los frailes, ante el evidente rechazo del “santo” para confesarse, quedan en silencio. Finalmente temen que su compañero dé el escandaloso espectáculo de su impostura. Consternados, prefieren callarse.
Algunos días después el hermano que se hacía pasar por santo abandona la Orden por sí mismo. Lo más triste es que la abandona sin jamás haberse reconciliado con Dios y con sus hermanos. Las situaciones singulares y privilegiadas terminan siempre por mancillarse con el vicio. Al respecto Tomás de Celano concluye: “Hay que evitar siempre la singularidad, que no es sino un precipicio atrayente” (2C 28).
El combate por la pureza
Nos dice Francisco: “Son verdaderamente limpios de corazón los que desprecian las cosas terrenas, buscan las celestiales y nunca dejan de adorar y contemplar al Señor Dios vivo y verdadero con corazón y alma limpios” (Adm 16). Despreciar los bienes terrenales y buscar sólo los del Cielo: ¡es mucho más fácil de decir que de hacer! Pues en todo hombre, porque es un ser compuesto de espíritu y cuerpo, existe cierta tensión, una lucha de tendencias entre el “espíritu” y la “carne” * Esta lucha es propia a la herencia del pecado. El bautizo borra la mancha original; pero aunque haya sido totalmente borrada, ha herido a nuestra alma y la ha fragilizado, dejándola así más vulnerable a caer en el pecado. Es un poco como un niño pequeño que, aunque sus padres estén perfectamente sanos, contrae una enfermedad mortal. Por milagro, el niño se salva (es la gracia del bautizo). Pero aun completamente curado de esta enfermedad mortal, el niño conservará toda su vida una fragilidad que no habría tenido si no hubiera estado afectado por esta enfermedad mortal a la que ha sobrevivido (es la herencia del pecado original que reclama, durante toda la vida, esta lucha entre el espíritu y la carne).. Sin embargo, no caigamos tampoco en el desprecio total de nuestro propio cuerpo o el del prójimo. La “carne” designa esta atracción desmedida a su “yo” y a los bienes terrenales. Pero el cuerpo, en cuanto a él, es digno de respeto. Dios hecho hombre se ha hecho carne. Ha resucitado de entre los muertos, es decir, su cuerpo ha resucitado, y nosotros mismos conoceremos esta resurrección. La pureza de corazón nos permite percibir el cuerpo humano, el nuestro y el del prójimo, como un templo del Espíritu Santo, como una manifestación de la belleza divina.
Pero utilizar este cuerpo con fines a los que no está destinado * “Mi cuerpo es mío, y hago con él lo que quiera”, escuchamos frecuentemente. Esta manera errónea de concebir su cuerpo, que distingue rebajándolo al rango de objeto el cuerpo del yo, sólo puede conducir a la caída. No permite cultivar la pureza de corazón. Consideremos entonces nuestro propio cuerpo a la luz de una expresión que resume ella sola muchas cosas: “Mi cuerpo soy yo”. Por lo tanto es digno de respeto. corre el riesgo de arrastrar nuestra alma hacia su pérdida, cuando no es el mismo cuerpo que es arrastrado en la caída. Así, una lucha como la mencionada líneas antes, o un combate por la pureza, debe llevarse a cabo cada día. Si el bautizo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los pecados, el bautizado debe continuar luchando contra la concupiscencia * “San Juan distingue tres especies de codicia o concupiscencia: la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida. Siguiendo la tradición catequética católica, el noveno mandamiento prohíbe la concupiscencia de la carne; el décimo prohíbe la codicia del bien ajeno” (CIC 2514). “En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo, pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos” (CIC 1456). de la carne y los deseos desordenados * La envidia es un deseo desmesurado que “nos empuja a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece o es debido a otra persona. El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe tambien el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales” (CIC 2535-2536).. Lo puede lograr con la gracia de Dios:
Por medio de la virtud y el don de castidad, pues la castidad permite amar con un corazón recto y enteramente.
Por la pureza de intención, que consiste en buscar el verdadero objetivo del hombre: sencillamente, el bautizado intenta encontrar y realizar en todo lo que hace la voluntad de Dios. (Rom 12, 2; Col 1, 10)
Por la pureza de la mirada, exterior e interior; por la disciplina de los sentimientos y de la imaginación; por el rechazo de toda complacencia en los pensamientos impuros que incitan a desviarse de la vía de los mandamientos divinos: “cuya vista despierta la pasión en los insensatos” (Sab 15, 5).
Por la oración * “Creía que la continencia se conseguía con las propias fuerzas, las cuales echaba de menos en mí, siendo tan necio que no sabía lo que está escrito de que nadie es continente si tú no se lo dieres. Lo cual ciertamente tú me lo dieras si llamase a tus oídos con gemidos interiores y con toda confianza arrojase en ti mi cuidado”, San Agustín, Confesiones, 6, 11, 20..
Conversión y reconciliación. pureza de corazón
Artículo 7
Como "hermanos y hermanas de penitencia" * 1 Regla TOF., en fuerza de su vocación, impulsados por la dinámica del Evangelio, conformen su modo de pensar y de obrar al de Cristo, mediante un radical cambio interior, que el mismo Evangelio denomina con el nombre de "conversión", la cual debido a la fragilidad humana, debe actualizarse cada día * Lumen Gentium 8; Unitatis Redintegratio 4; Paenitemini, Preámbulo..
En este camino de renovación, el Sacramento de la Reconciliación es signo privilegiado de la misericordia del Padre, y fuente de gracia * Presbyterorum Ordinis 18, b..
A lo largo de los primeros capítulos de este manual hemos podido descubrir el significado de términos como “fraternidad”, “penitencia”, “Evangelio”, “conversión”. Es por eso que no desarrollaremos el análisis de este artículo de nuestra regla. Sin embargo, tanto para el artículo 7 como para el artículo 12 (que descubriremos posteriormente), vamos a profundizar el conocimiento del bien más precioso que el Señor nos ha dado a cada uno de nosotros: nuestra alma. Pues es a nuestra alma a quien se refiere la expresión: “el camino de la renovación interior”. Indudablemente, ¡el alma es nuestro bien más precioso! Acaso Jesús no dijo: “¿qué provecho sacará un hombre con ganar el mundo entero, si malogra su alma?” (Mt 16, 26).
Pero, ¿qué es el alma?
Dios ha creado al hombre con un cuerpo y con un alma inmortal * Se recomienda releer el apartado titulado « La vida », al final del capítulo 2, el cual distingue los términos existencia y vida.. El alma es ese espíritu inmortal que Dios ha creado a su imagen para que esté unido al cuerpo. Nuestra alma nos permite pensar, amar y actuar con libertad. Concretamente, nos permite conocer a Dios, amarlo y servirlo. Dicho de otro modo: nuestra alma está abierta a lo sobrenatural, a lo infinito. A nuestra muerte, nuestra alma es llamada a compartir la felicidad eterna de Dios en el cielo. Pero no vayamos tan rápido y ocupémonos del presente * Porque hay dos momentos muy importantes en la existencia de cada ser humano : el instante presente y el instante de su muerte. Esto es tan cierto que en la redacción de la segunda parte de la oración “Dios te salve María”, la Iglesia ha precisado: “ruega Señora por nosotros los pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”.. En esta tierra, el alma puede estar unida a Dios por medio de la Gracia, es decir, que Dios habite en nuestra alma. Podemos decir que esta habitación pasa por tres fases: la primera es la creación; la segunda una nueva creación; y la tercera es la perfección.
La primera fase es común a todos los hombres, es decir que cada individuo, ya sea cristiano, miembro de otra religión, adepto a una secta, ateo o adversario incondicional de la Iglesia de Cristo, tiene un alma espiritual, inmortal, creada por Dios. La segunda fase es propia de los justos que, por voluntad, llevan al alma a una creación aún más completa, uniendo sus buenas acciones a la bondad del trabajo de Dios. En consecuencia se forjan un alma más perfecta espiritualmente que aquellas que permanecen en la primera fase. La tercera fase es la de los bienaventurados, los santos, que agrandan miles y miles de grados el alma que tenían al principio, un alma simplemente humana a la que convierten en un alma capaz de reposarse en Dios * Según Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999, vol. 3, cap. 204 (extractos).. Para comprender bien esta progresión, tomemos como símbolo un edificio religioso que todo el mundo conoce: la iglesia de san Pedro en Roma. Primero, su gran plaza, adornada y robusta, introduce al peregrino en el área del edificio. Está defendida por dos gigantescas series de columnas implantadas en forma de círculo, como si se tratara del muro de defensa de la fortaleza de un castillo. De esta misma manera hay que saber rodear al alma, reina de un cuerpo que es el templo del espíritu eterno, de una barrera que la defienda sin que por lo tanto le quite la luz. Igualmente, esas dos series de columnas que intentan juntarse están abiertas en sus extremidades, como para significar que este recinto, establecido para proteger el edificio, es un misericordioso refugio para los más desdichados que no saben lo que es la caridad. En la segunda fase, para acceder al edificio el peregrino debe ascender esta plaza (que efectivamente está en declive) a través de imponentes escalones. Esta subida simboliza la liberación del espíritu del yugo de la carne. Dejamos abajo todo aquello que es penoso para subir hacia lo que es superior: el espíritu. En lo alto de la escalinata, el peregrino llega al nártex, el lugar de los catecúmenos, símbolo de la efusión del amor, de la piedad, del deseo de que los otros vengan a Dios. A pesar de que la plaza está sometida a la intemperie natural (el sol de plomo o la lluvia), el nártex es como un velo arrojado sobre la cuna del huérfano. Luego, más allá de las puertas, encontramos las más hermosas esculturas en homenaje al Creador. Todavía restan muchos pasos para acercarse al crucero * La representación de la Trinidad que el artista ha hecho en este lugar merece ser subrayada: en lo alto, bajo la cúpula, Dios Padre. No abandona los cielos. Más abajo, en el techo del baldaquín, el espíritu Santo está representado en forma de paloma, pero también en el movimiento que el artista ha dado a las dos colgaduras de bronce del baldaquín: es el soplo del Espíritu Santo. Hasta abajo, en el altar, Dios se ofrece a Jesucristo por medio del Espíritu Santo: es la Eucaristía, el cuerpo y la sangre de Cristo. y presentar ante el altar su ofrenda de virtudes. Es ahí, en el altar, donde Dios se hace presente en el santo sacrificio de la misa y el alma humana es invitada a comulgar física y espiritualmente con Dios.
Todo esto es muy bello, me diréis. Pero el artículo 7 de nuestra regla no trata de la “fragilidad humana”. Se nos plantean entonces nuevas interrogantes.
¿Cómo dar al alma espacio, libertad y elevación?
Para darle espacio hay que comenzar por demoler las cosas inútiles que tenemos en nuestro “yo”. Para darle libertad hay que arrancar las cadenas de las falsas ideas. Para elevarla hay que acoger a Dios de Amor en el centro de nuestra vida * Ya que se trata de tres grados podemos también hablar de: penitencia, paciencia, constancia. O mejor aún: de humildad, pureza, justicia. O incluso: sabiduría, generosidad, misericordia. O finalmente del trinomio luminoso: fe, esperanza, caridad.. Por su obediencia hasta la muerte, Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad real; “para que vencieran en sí mismos, con la propia renuncia y una vida santa, el reino del pecado” * CIC 908.. La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. No está ante Dios como un esclavo, con temor servil, ni como un mercenario en busca de salario, sino como un hijo que responde al amor de aquel que “nos amó primero” (1 Jn 4, 19). * Ver también CIC 1828.
¿Qué es el pecado?
El pecado es una ofensa hecha a Dios. Puede revestir las diferentes formas enumeradas en el confíteor: el pecado de pensamiento, palabra, obra u omisión. Pero en todos los casos se trata de una desobediencia a los mandamientos de Dios que no son sino mandamientos de amor: amar a Dios y amar a su prójimo. Así es, el mismo hecho de pecar contra su prójimo expresa ante todo una revuelta en contra de nuestro Creador: “contra ti, contra ti solo he pecado y hecho el mal ante tus ojos” (Sal 51, 6). El pecado se dirige en contra del amor que Dios nos tiene. Hace girar a nuestro corazón en la dirección equivocada, como lo hicieron nuestros primeros padres en el jardín del Edén. El pecado, ese “amor de sí mismo, hasta el desprecio de Dios” * San Agustín, La ciudad de Dios, 14, 28., ensucia nuestra alma. Se trata, en cierta manera, de arrojar fuera de casa la cama, las sábanas limpias, la vajilla y los alimentos sanos para reemplazarlos con basura y excrementos. Permanecer en el pecado es acostarse cada noche sobre basura y consumir cada día excrementos. La metáfora puede hacernos sonreír, pero en lo concerniente a nuestra alma es esto lo que provoca el pecado. Echa a Dios de nuestra alma para reemplazarlo por Satanás. Hay que señalar que esta exaltación orgullosa de sí mismo no se parece en nada a la manera de pensar y actuar de Cristo, a la cual nos invita nuestra Regla. Jesús, a través de su obediencia, logra la salvación. El pecado es la perdición, lo contrario de la salvación. Sin embargo, gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, nos es posible restaurar la vía divina. Esta gracia exige del penitente la confesión de sus faltas. Porque “Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” * San Agustín, Sermones, 169, 11, 13.. La acogida de su misericordia reclama la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda justicia” * CIC 1847. .
La misericordia divina en el Antiguo Testamento
El concepto de “misericordia” posee una larga y rica historia en el Antiguo Testamento * El contenido esencial de este párrafo y de los dos que le siguen está compuesto por extractos escogidos de la Segunda Encíclica de nuestro soberano pontífice Juan Pablo II, Dives in misericordia (La misericoria divina).. Debemos remontarla para que resplandezca más plenamente la misericordia que Cristo ha revelado. Las ocasiones en que Dios ha mostrado misericordia hacia los hombres son innumerables, ya sea a título individual o comunitario. No faltaron hombres ni profetas en Israel para despertar esta consciencia de un Dios Misericordioso * Jue 3, 7-9; 1 Re 8, 22-53; Miq 7, 18-20; Is 1, 18; 51, 4-16; Bar 2, 11; 3, 8; Neh 9.. El origen de esta convicción se sitúa en la experiencia vital que el pueblo elegido vivió durante el éxodo: el Señor ve la miseria de su pueblo sometido a la esclavitud, escucha sus clamores, percibe sus angustias y decide liberarlo (Éx 3, 7-8). En este acto de salvación que realiza el Señor, el profeta percibe su amor y su compasión (Is 63, 9). Es así como arraiga la confianza de todo el pueblo y de cada uno de sus miembros en la misericordia divina, misericordia que puede invocarse en toda circunstancia trágica.
A esto se añade que la miseria del hombre es también su pecado. El pueblo de la antigua Alianza conocía esta miseria desde los tiempos del éxodo, cuando erigió el becerro de oro. En este acto de ruptura de la alianza es el mismo Señor quien triunfa al declarar solemnemente a Moisés: “Dios compasivo y misericordioso, tardo a la ira y rico en amor y fidelidad” (Éx 34, 6). Es en esta revelación primordial que el pueblo elegido y cada uno de sus miembros encuentran, tras toda falta, la fuerza y la razón de volverse hacia el Señor, para recordarle así aquello que precisamente ha revelado sobre sí mismo e implorarle su perdón * Nm 14, 18; 2 Cró 30, 9; Neh 9, 17; Sal 86 (85), 15; Sab 15, 1; Eclo 2, 11; Jl 2, 13.. Es así como el Antiguo Testamento anima a los desventurados, sobre todo a los que están llenos de pecados, a invocar la misericordia divina. En cierto sentido la misericordia divina se sitúa en el extremo opuesto de la justicia divina. Efectivamente, en muchos casos, la misericordia divina no sólo es más poderosa, sino incluso más fundamental que la justicia: el amor es más grande que la justicia; o mejor aún: la justicia está puesta al servicio de la caridad.
Es significativo que los profetas, en su predicación, relacionen la misericordia, de la que hablan frecuentemente a causa de los pecados del pueblo, a la imagen del amor ardiente que Dios le testimonia. En esta predicación la misericordia significa una potencia particular del amor, que es más fuerte que el pecado y la infidelidad del pueblo elegido. Y en efecto, si Dios es testigo de penitencia, de conversión auténtica, restablece la gracia a su pueblo (Jr 31, 20; Ez 39, 25-29).
La misericordia divina en el misterio pascual
Cuando Jesús ejerce su misión lo vemos cumplir las palabras del libro del profeta Isaías que leyó a los habitantes de Nazaret: “El espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la buena nueva a los pobres, me ha enviado a proclamar a los cautivos libertad y recuperación de la vista a los ciegos, para poner en libertad a los oprimidos, para proclamar el año de gracia del Señor” (Lc 4, 18-19). Es sumamente significativo que esos hombres sean sobre todo los pobres que no tienen medios de subsistencia, aquellos que están privados de libertad, los ciegos que no ven la belleza de la creación, los que viven en la aflicción o que sufren a causa de la injusticia social y, finalmente, los pecadores. Es sobre todo ante esos hombres que el Mesías se convierte en un signo particularmente legible del hecho de que Dios es amor; se convierte en un signo del Padre. Cristo encarna y personifica la misericordia. Para quien la ve y la encuentra en Él, Dios se vuelve visible como el Padre rico en misericordia. “El que me ha visto a mí, ha visto al Padre” (Jn 14, 9).
Es sin duda en el misterio pascual, pasión y resurrección de Cristo, que se manifiesta de manera más deslumbrante el amor misericordioso del Padre. Efectivamente, la cruz es el instrumento más poderoso de la divinidad para inclinarse sobre el hombre y sobre lo que el hombre llama, sobre todo en los momentos difíciles y dolorosos, su desdichado destino * Una imagen muy conocida puede ayudarnos a comprender mejor el sentido y el efecto del sacrificio de la cruz : la del pájaro herido. Desde la caída original los hombres son como pájaros atrapados en una enorme jaula. Esta jaula, aunque es inmensa, permanece perfectamente cerrada a través de un enrejado inviolable, impidiendo así que los pájaros se eleven al cielo, donde se encuentran el espacio y la libertad. Sin embargo, un pájaro va a permitir que el conjunto recobre la libertad perdida. Este pájaro, gracias al amor que siente hacia todos los demás, va a elevarse con fuerza y determinación hacia la cima de la jaula, se va a lanzar contra el enrejado inviolable y logrará así abrirle una brecha. Pero para abrir esta brecha el pájaro ofrece su vida. El choque en contra del enrejado de la jaula es tan brutal que su sacrificio conlleva su propia muerte. Sí, su cabeza, sus alas, sus patas, todo su plumaje cubierto de sangre testimonian la intensidad del choque y, asimismo, el inmenso amor que siente por la totalidad de los pájaros prisioneros.Ahí está, inerte, el soplo de la vida lo ha abandonado. Nadie se mueve en la jaula. Todos miran estupefactos los despojos mortales y sin embargo nadie se da cuenta de que ahora la libertad está ahí, tan cercana, a pocos aletazos. Tres días después tiene lugar otro evento tan extraordinario como el primero: la resurrección del pájaro sacrificado. Dios, en su infinita misericordia, vuelve a dar el soplo de la vida a este pájaro. ¡Qué alegría reina en la jaula en ese momento! ¡Qué alborozo! Y es entonces que todos descubren que la jaula está abierta: ahora todos pueden remontar el vuelo.. La cruz es como un toque de amor eterno en las heridas más dolorosas de la existencia terrena del hombre. Es también el cumplimiento final del programa mesiánico que Cristo formuló en la sinagoga de Nazaret, y que luego repitió ante los mensajeros de san Juan Bautista (Lc 7, 20-23). El hecho de que Cristo haya resucitado al tercer día es el signo que marca el término de la misión mesiánica, signo que corona la revelación completa del amor misericordioso en un mundo sometido al mal. Al mismo tiempo constituye el signo que anuncia el avance de un “cielo nuevo y tierra nueva” (Ap 21, 1), en los que Dios “enjugará toda lágrima de sus ojos y la muerte ya no existirá, ni existirán ya ni llanto ni lamentos ni trabajos, porque las cosas de antes ya han pasado” (Ap 21, 4).
La reconciliación, signo privilegiado de la misericordia del Padre
El capítulo 15 del Evangelio según san Lucas, titulado “Parábolas del amor de Dios”, está constituido, como su nombre lo indica, por una serie de tres parábolas: “La oveja perdida”, “El dracma reencontrado” y finalmente “El hijo pródigo”. Esta última (Lc 15, 11-32) permite subrayar, no solamente la misericordia que el Padre nos prodiga, sino también los efectos reales de esta reconciliación con Dios.
El hijo recibe de su padre la parte de la herencia que le corresponde y abandona su casa para gastarla toda en un país lejano donde vive licenciosamente. Ese hijo representa al hombre de todos los tiempos, comenzando por aquel que perdió la herencia de la gracia y de la justicia original. Pero esta parábola es muy amplia. Indirectamente hace referencia a la ruptura de la alianza de amor, a cada pérdida de la gracia, a cada pecado. En pocas palabras, me concierne. El hijo, “después de haberlo malgastado todo (…) comenzó a sufrir privaciones”, tanto más que sobrevino una hambruna “en aquella región” a donde se había dirigido tras abandonar la casa paterna. Y fue entonces que “ansiaba llenar su estómago siquiera de las algarrobas que comían los puercos” que cuidaba para “uno de los ciudadanos de aquella región”. Pero incluso esto le era negado porque en aquella región la salud de los puercos tenía mucha más importancia que la salud de aquel que los cuidaba. Podemos ver que en este pasaje la analogía se desplaza poco a poco hacia el interior del hombre. El patrimonio que recibió de su padre estaba constituido por bienes materiales, pero la dignidad de la que gozaba el hijo en la casa paterna era mucho más importante que esos bienes. La situación material en la que se encuentra debiera concienciarlo sobre la pérdida de esta dignidad. Antes no lo había pensado, cuando pidió a su padre que le diera la parte de la herencia que le correspondía para irse lejos. Y parece que tampoco es consciente cuando se dice a sí mismo: “cuántos jornaleros de mi padre tienen pan de sobra, mientras yo estoy aquí muriéndome de hambre”. Se mide a sí mismo con la medida de los bienes perdidos, que ya no “posee”, en tanto que los jornaleros de la casa de su padre sí los “poseen”. Estas palabras expresan sobre todo su actitud hacia los bienes materiales. Sin embargo, más allá de las palabras, se esconde el drama de la dignidad perdida, la consciencia del carácter filial desperdiciado. Y es entonces que toma su decisión: “Ahora mismo iré a casa de mi padre y le diré: padre, pequé contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de llamarme hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc 15, 18-19). Son palabras que revelan más a fondo el problema esencial. A causa de la difícil situación material en la que ha caído el hijo pródigo por culpa de su ligereza, por culpa de su pecado, ha madurado también el sentido de la dignidad perdida. Cuando se decide a volver a la casa paterna, a pedir a su padre que lo acoja no en su calidad de hijo, sino como a un jornalero, exteriormente parece actuar impulsado por el hambre y la miseria en la que ha caído. No obstante este motivo está permeado por la consciencia de una pérdida más profunda: ser un jornalero en la casa de su propio padre es ciertamente una gran humillación y una gran vergüenza. Sin embargo, el hijo pródigo está dispuesto a afrontar esta humillación y esta vergüenza. Se da cuenta de que ya no tiene ningún derecho, salvo el de ser jornalero en la casa de su padre. Este razonamiento muestra bien que en el núcleo de la consciencia del hijo pródigo emerge el sentido de la dignidad perdida, de esa dignidad que se desprende de la relación entre el hijo y su padre. Y tras haber tomado esta decisión se pone en camino.
La descripción precisa del estado de ánimo del hijo pródigo nos permite comprender con exactitud en qué consiste la misericordia divina. No hay duda de que la figura del padre de familia nos revela a Dios como Padre. El padre del hijo pródigo es fiel a su paternidad, fiel al amor con el que siempre ha colmado a su hijo. En la parábola esta fidelidad no se expresa solamente por la rapidez de la acogida, cuando el hijo vuelve a casa tras haber dilapidado su herencia; sobre todo, se expresa mucho más por la alegría, por la fiesta tan generosa celebrada por el regreso del hijo pródigo y que suscita la oposición y la envidia del hermano mayor. Evidentemente, el padre actúa impulsado por una profunda afección y esto explica también su generosidad hacia su hijo. Sin embargo, las causas de esta emoción deben buscarse más profundamente; el padre es consciente de que un bien fundamental ha sido salvado: la humanidad de su hijo. Aunque haya dilapidado su herencia, su humanidad se ha salvado. Más aún, la ha reencontrado. Las palabras que el padre dirige a su hijo mayor nos lo dicen: “había que hacer fiesta y alegrarse, porque ese hermano tuyo estaba muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 32). Del mismo modo, el amor que Dios nos profesa es capaz de inclinarse sobre cada miseria humana, y en especial sobre cada miseria moral, sobre el pecado. Cuando sucede esto, aquel que es objeto de la misericordia no se siente humillado, sino rescatado y “revalorizado”. La parábola del hijo pródigo expresa de manera simple, pero profunda, la realidad de la conversión. Ésta es la expresión más concreta de la acción del amor y de la presencia de la misericordia en el mundo humano.
La reconciliación, fuente de gracias
En el lenguaje común, la gracia es un favor acordado a alguien para hacerlo agradable. En el lenguaje teológico Dios, habiendo llamado al hombre a participar en su vida divina, ha establecido por medio de su gracia los medios adecuados para lograr este fin. Y la gracia es un don de Dios enteramente gratuito para ayudarnos a lograr la salvación de nuestra alma. Es Jesús quien nos proporciona esos medios: nacemos a la vida sobrenatural por medio del bautismo; nos fortificamos en la vida sobrenatural por medio de la confirmación; nuestra vida sobrenatural se nutre del cuerpo de Cristo a través de la Eucaristía; nuestro gran remedio contra las enfermedades del alma es el sacramento de la reconciliación. Gracias a este último sacramento la vida divina es restaurada en nuestra alma. Tras la confesión de las faltas del hijo, “Padre, pequé contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de llamarme hijo tuyo” (Lc 15, 21), el padre dice a sus sirvientes: “Inmediatamente, traed el vestido más rico y ponédselo, ponedle también un anillo en la mano y sandalias en los pies” (Lc 15, 22). En la época de Cristo, sólo los hombres libres y ricos llevaban zapatos (o sandalias). Los pobres y los esclavos nunca se ponían, iban con los pies descalzos. Con estas palabras, “ponedle sandalias en los pies” el Padre nos libera de la esclavitud del pecado en la que hemos caído. Y va incluso más allá. Siempre en la época de Cristo, sólo los señores llevaban anillos en los dedos. Los sirvientes nunca los usaban. El Padre restaura completamente el estado de vida inicial. Él, que es el señor absoluto de todas las cosas, nos permite participar en su vida divina. Sin ningún mérito por parte nuestra nos “pone la alianza” en el dedo. Dicho de otro modo, viene nuevamente a vivir en nuestra alma. Esta gracia que nos concede se llama “gracia santificante”, porque nos hace hijos de Dios, hermanos de Jesucristo y templo viviente del Espíritu Santo. Santifica nuestra alma, la “diviniza” (san Pablo), no porque nos volvamos Dios sino semejantes a Él a través de nuestra unión íntima con Él y con el don que nos hace de sí mismo. Cuando se posee, se está en estado de gracia.
El sacramento de la reconciliación
No vamos a hablar del ritual de este sacramento, pero hay que señalar que lo que hoy llamamos “sacramento de la reconciliación” tuvo, y todavía tiene, diferentes nombres. Su significado exacto nos permitirá descubrir los diferentes efectos de este sacramento * El siguiente texto está tomado de CIC 1423-1424.:
Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión (Mc 1, 15), la vuelta al Padre (Lc 15, 18) del que el hombre se había alejado por el pecado.
Se le denomina sacramento de la penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.
Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote * Dicho sacerdote no perdona los pecados en su nombre, sino “en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”., es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una “confesión”, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.
Se le denomina sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente “el perdón y la paz”.
Se le denomina sacramento de la reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: “Dejaos reconciliar con Dios” (2Co 5, 20). El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: “Ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5, 24).
Artículo 12
Testigos de los bienes futuros y comprometidos a adquirir, según la vocación que han abrazado, la pureza de corazón, se harán libres de este modo para el amor de Dios y de los hermanos * Adm 16 ; 2CtaF 70..
Si hicieras el bien
Encontramos el condicional “si hicieras el bien” en el relato del Génesis titulado “Caín y Abel” (Gn 4, 6). Este texto va a ayudarnos a profundizar lo que se conoce como pureza de corazón.
“Conoció el hombre a Eva, su mujer” (Gn 4, 1). De esta unión nació un primer hijo: Caín. Después nació un segundo hijo: Abel. Los dos niños crecieron, y mientras que Caín cultivaba el campo, Abel se convirtió en pastor de un pequeño rebaño. Un día los dos presentan una ofrenda al Creador, es decir, uno y otro sacrifican algo querido para agradar a Dios, algo así como un enamorado regalaría un ramo de flores recién cortadas a una señorita por la que su corazón late muy fuerte. Caín quema productos del campo y Abel ofrece los primogénitos de su rebaño, con su grasa. Pero Yahveh “se complació en Abel y en su ofrenda, pero no en Caín y la suya. Esto irritó a Caín sobremanera y tenía el semblante abatido” (Gn 4, 4-5). Evidentemente, las exclamaciones que pueden surgir ante la lectura del relato son las siguientes: ¿Pero por qué Dios no acepta la ofrenda de Caín? ¡Es una falta de justicia de su parte! Caín está muy enfadado pero, francamente, ¡existen razones! Ya que Dios acepta la ofrenda de uno, ¿por qué no la del otro?
¡Además, si Yahveh hubiera aceptado la ofrenda de Caín, luego Caín no habría matado a su hermano! En fin, ¡no aceptar una ofrenda son cosas que no se hacen! Sin embargo, el resto del relato nos aclara la razón del divino rechazo: “Dijo Yahveh a Caín: ‘¿por qué te enfureces y andas cabizbajo? ¿Acaso no andarías con la cabeza alta si hicieras el bien? Como no actúas correctamente, el pecado está a la puerta, al acecho, codiciándote; pero tú debes dominarlo’” (Gn 4, 6-7). Ante los ojos de Dios la intención es determinante; dicho de otro modo: no es tanto el acto el que cuenta sino la intención que lo motiva. Volvamos al ejemplo de nuestro enamorado ofreciendo un ramo de flores a la encantadora señorita. Imaginemos por un instante que la señorita tiene, en realidad, dos pretendientes, y cada uno le regala, a pocas horas de intervalo, un magnífico ramo de flores. Señoritas y señoras (que un día habéis sido señoritas) que leéis estas líneas, vosotras sabéis lo que significa la expresión: “dígalo con flores”. Sin embargo la señorita, aunque su corazón todavía esté indeciso respecto a sus sentimientos hacia los dos pretendientes, acepta el ramo de flores de uno pero no del otro. Efectivamente, con su intuición femenina se da cuenta que para uno de ellos el ramo de flores esconde su deseo de acostarse con ella, mientras que en el otro discierne el símbolo de la expresión de un verdadero sentimiento que emana de su corazón. ¿Debería aceptar los dos ramos en nombre de una muy curiosa justicia? No, es evidente. Pues bien, si Dios no recibe la ofrenda de Caín es por la misma razón. El acto de ofrenda de Caín no es la expresión sensible de un sentimiento “puro”, mientras que la ofrenda de Abel está impregnada de esa pureza de intención que vuelve la ofrenda agradable a quien la recibe. Es verdaderamente la expresión de su amor por su Creador. El amor, siempre el amor. Más tarde, por boca de su profeta Oseas, el Señor nos dirá: “Porque amor quiero yo y no sacrificios, conocimiento de Dios más que holocaustos” (Os 6, 6).
Todo proviene del corazón
La pureza procede del corazón. Así como es el corazón son el pensamiento, la palabra, la mirada, la acción. El justo saca el bien de su corazón, y entre más saca más encuentra, porque el bien que hacemos hace nacer un nuevo bien. El hombre malvado saca el mal de su corazón que es también malvado, y solo puede sacar maldad de su corazón a causa de las faltas que acumula: “las malas intenciones, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los robos, los falsos testimonios, las injurias. Éstas son las cosas que contaminan al hombre” (Mt 15, 19-20). En todos los casos es el contenido del corazón el que desborda por los labios y se manifiesta en las acciones.
El valor de nuestra pureza de corazón es determinante en nuestro peregrinaje hacia Dios. Satanás lo sabe tan bien que siempre comienza por tentarnos a través de la impureza. Sabe que cometer una falta de sensualidad desmantela el alma y nos convierte en presa fácil para las otras faltas. Dios, sin embargo, no nos fuerza. El hombre es libre. Pero por medio de la gracia Dios nos da fortaleza. Nos libra del dominio de Satanás. Cada quien decide permanecer bajo el yugo infernal o poner a su alma alas de ángel. Depende de uno mismo tomar a Jesucristo como hermano para que sea nuestra guía hacia Dios Padre.
Forjémonos un corazón humilde y puro, amoroso, confiado, sincero. Amemos a Dios con el amor de una virgen a su prometido. En realidad, toda alma es una virgen, casada al Eterno amante, a Dios nuestro Señor. La tierra es el periodo del compromiso en el que todas las horas, todas las contingencias de la vida son servidoras que preparan el ajuar nupcial. La hora de la muerte es la hora de la celebración de las nupcias. Entonces el alma puede remontar su vuelo y lanzarse a los brazos de su Dios.
Preguntas
¿He aprendido bien?
1)¿Puedo recordar y comentar sucintamente las cuatro virtudes cardinales? ¿De qué otra virtud, superior a estas cuatro, provienen, y hacia cuál se dirigen todas?
2)Siguiendo el ejemplo de Francisco, ¿qué otra virtud se debe practicar, no solamente para resistir a la primera forma de tentación, sino también para lograr ver desde ahora a través de Dios, para recibir al otro como un prójimo, para percibir el cuerpo humano (el nuestro y el del prójimo) como un templo del Espíritu Santo y una manifestación de la belleza divina?
3)¿Qué es el alma y qué es la gracia?
Para profundizar
1)“Tus pecados han sido perdonados” Frecuentemente escuchamos a Jesús pronunciar esta frase en el Evangelio. No obstante, con frecuencia sigue también alguna acción por parte del penitente. Documentándome, si es necesario, ¿puedo explicar los tres “actos del penitente” durante el desarrollo del sacramento de la reconciliación? En fin, ¿cuáles son los tres principales efectos del sacramento de la reconciliación?
2)Concretamente, ¿cómo puedo “adquirir la pureza de corazón para lograr ser más libre para amar a Dios y a mis hermanos”?
3)Reflexionar sobre el sacramento de la reconciliación como “hermano o hermana de penitencia” es perfectamente loable. Pero el “radical cambio interior” del que trata nuestra regla ¿no reclama acaso que me fije, desde hoy mismo, la fecha de mi próxima confesión sacramental?