Capítulo V: Oración y liturgia
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El discurso que Jesucristo pronunció en la sinagoga de Cafarnaúm sobre el pan de la vida devela el más grande de los sacramentos de Dios: la Eucaristía. San Francisco va a conducirnos por el camino de la oración y de la contemplación, como ya había podido hacerlo con el hermano Bernardo o con el hermano León. En fin, el estudio del artículo 8 de nuestra regla nos dirá cómo Jesús fue el verdadero adorador del Padre.
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Yo soy el pan de la vida
Estamos en la sinagoga de Cafarnaúm. Hace algunas horas Cristo multiplicó los panes en la montaña. Ahora afirma esta verdad: “Yo soy el pan de la vida”. Esta declaración, lejos de suscitar la unanimidad entre los que lo escuchan, crea un verdadero escándalo en el auditorio. Y no creamos que sólo los detractores habituales se sienten chocados por esta parábola difícil de comprender y asimilar. Por supuesto estos últimos, podríamos decir que como de costumbre, critican y discuten; pero es entre los propios discípulos que se da la discusión y, a partir de ese instante, muchos lo abandonan. Muchos siglos después la Eucaristía, al igual que la cruz, es un misterio que sobrepasa en tal forma nuestra inteligencia humana que continúa siendo un escollo para los hombres. Pero por supuesto, como podemos sospecharlo, es en el plano espiritual donde debemos asimilar estas palabras * El siguiente relato se compone de extractos de Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999, vol. 5, cap. 354..
Intentad procuraos el alimento que perdura en la vida eterna
Jesús empieza a hablar: “En verdad os digo: me buscáis, no para escucharme ni por los milagros que habéis visto, sino por este pan que gratuitamente os he dado a comer hasta la saciedad. Las tres cuartas partes de vosotros me buscáis por eso, y también por curiosidad”. El sentimiento viciado ansía cosas extraordinarias para conmoverse y sentir estremecimientos de placer. La sensualidad quiere, sin esfuerzos, satisfacer la glotonería con un pan que no ha costado sudor, porque Dios lo ha dado por bondad. Falta entonces, en esta búsqueda, el espíritu sobrenatural.
Los dones de Dios no son lo ordinario, sino lo extraordinario. No se les puede pretender, ni dejar que la holgazanería nos domine, diciendo: “Dios me los dará”. Está escrito: “Comerás el pan ganado con el sudor de tu frente”, es decir el pan obtenido por medio del trabajo. Si Aquel que es Misericordia dijo: “Siento piedad por esa muchedumbre que me sigue desde hace tres días y que no tiene nada que comer y que podría caer en el camino”, no por eso dijo que hay que seguirle por ese motivo. “No es por el alimento que llena el estómago que deben seguirme, sino por el que alimenta el alma. ¡Pues vosotros sois almas! ¡Eso es lo que sois! La carne es la vestimenta, el ser es el alma. Es ella la inmortal. La carne, como toda vestimenta, se usa y se acaba; no merece que nos ocupemos de ella como si fuera una perfección a la cual es necesario prodigarle todos los cuidados.
Buscad entonces aquello que es justo procurarse, nunca lo que es injusto. Buscad procuraos no el alimento perecedero, sino que aquel que dura la vida eterna. El hijo del hombre os dará siempre esta última, cuando la queráis. Y si tenéis en vosotros el alimento que no perece, si sois nutridos por el alimento de Dios, podréis hacer obras de Dios”.
La asamblea respondió: “¿Qué debemos hacer para poder realizar obras de Dios?”
El que no tenga fe no puede creer en mis palabras
Jesús prosigue: “Es verdad. Vosotros observáis la fe o, más bien, conocéis la fe. Pero conocer no es lo mismo que practicar. Conocemos, por ejemplo, las leyes de Roma y sin embargo un israelita fiel no las practica más que en las fórmulas que le son impuestas por su condición de sujeto. La Ley y los Profetas que conocéis deberían, en efecto, nutriros de Dios y daros en consecuencia la capacidad de hacer obras de Dios. Pero para lograrlo, deberían haberse convertido junto con vosotros en una sola cosa, así como el aire que respiráis y el alimento que asimiláis, que se transforman ambos en vida y sangre. Es esto lo que he venido a enseñar y a dar: la esencia, el aire de la Ley y los Profetas, para insuflar sangre y respiración a vuestras almas que mueren de hambre y de asfixia. Parecéis niños a los que una enfermedad vuelve incapaces de saber qué es lo que puede alimentaros. Tenéis provisiones de alimentos, pero no sabéis que deben ser comidas para transformarse en algo vital y que se convierten verdaderamente en vuestras por medio de una fidelidad verdadera y pura a la Ley del Señor que habló a Moisés y a los Profetas en beneficio de todos vosotros. Es un deber venir a mí para tener el aire y la esencia de la Vida eterna. Pero este deber presupone que tenéis fe. Pues quien no tiene fe, no puede creer en mis palabras, y si no cree, no puede venir a decirme: ‘Dame el pan verdadero’. Y si no tiene el pan verdadero no puede hacer obras de Dios ya que carece de la capacidad de hacerlas. En consecuencia es necesario creer en Aquel que Dios ha enviado para alimentarse de Dios y para hacer obras de Dios”.
Los otros replicaron, descontentos: “Pero entonces, ¿qué milagros has hecho para que nos sea posible creer en Ti como en un enviado de Dios y para que podamos ver en Ti el sello de Dios? ¿Qué has hecho que, en forma más modesta, no hayan hecho ya los Profetas? Moisés te ha superado incluso, porque no una sola vez sino durante cuarenta años ha alimentado a nuestros padres con un alimento maravilloso. Pues está escrito que nuestros padres, durante cuarenta años, comieron el maná en el desierto y además está dicho que Moisés les dio a comer pan venido del cielo”.
No es Moisés quien os ha dado el pan del cielo, sino el Padre
“Estáis en un error. No es Moisés, sino el Señor, quien ha podido hacer eso. Y en el Éxodo leemos: ‘He aquí que haré llover pan del cielo. Que el pueblo salga y que recoja lo suficiente para cada día, y así me daré cuenta si el pueblo actúa según mi Ley. Y el sexto día que recoja el doble por respeto hacia el séptimo día, el Sabbat’. No es entonces Moisés, sino el Señor, quien ha procurado el maná. Dios que todo lo puede. Todo.
Y acordaos bien de lo que dice el libro de la Sabiduría: puesto que este pan venía del cielo, de Dios, y que evidenciaba la dulzura divina hacia sus hijos, cada uno sentía el sabor que quería. Procuraba a cada uno los efectos que deseaba, siendo útil tanto al más pequeño, de estómago aún imperfecto, como al adulto de apetito y digestión vigorosos; tanto a la chiquilla delicada como al anciano decrépito.
Alabar al Eterno desde la primera hora de la mañana es lo que el maná enseña a los hebreos, y Yo os lo recuerdo porque es un deber que dura y durará hasta el final de los siglos. Buscad al Señor y a sus dones celestiales sin holgazanear hasta horas tardías del día o de la vida. Levantaos para alabarlo incluso antes de que el sol naciente lo alabe, y nutríos de su palabra que consagra y preserva y conduce a la verdadera Vida. No es Moisés quien os ha dado el pan del cielo sino que, en realidad, Aquel que os lo ha dado es Dios Padre. Y ahora, en verdad, es mi Padre quien os da el Pan verdadero, el Pan nuevo, el Pan eterno que desciende del cielo, el Pan de misericordia, el Pan de Vida, el Pan que da Vida al mundo, el Pan que sacia toda hambre y quita todo decaimiento, el Pan que da a aquel que lo toma la Vida eterna y la eterna alegría”.
“Oh Señor, danos ese pan y no moriremos más”.
“Moriréis como todo hombre muere, pero resucitaréis a la Vida eterna si os nutrís santamente con ese Pan, porque vuelve incorruptible a aquel que lo come. Por vuestra parte, será dado a aquellos que lo pidan a mi Padre con un corazón puro, una intención recta y una caridad santa. Es por eso que he enseñado a decir: ‘Danos el Pan de cada día’. Pero para aquellos que se alimenten indignamente se convertirá en un hormigueo infernal de gusanos, igual que las cestas de maná conservadas a contraorden. Y ese Pan de salud y vida se convertirá, para ellos, en muerte y condenación. Pues el más grande sacrilegio será cometido por aquellos que pondrán ese Pan en una mesa espiritual corrompida y fétida, y que lo profanarán mezclándolo a la sentina de sus incurables pasiones. ¡Más les valdría no haberlo tomado jamás!”
“Pero, ¿dónde está ese Pan? ¿Cómo lo encontraremos? ¿Qué nombre tiene?”.
Yo soy el Pan de la Vida
“Yo soy el Pan de la Vida. Es en Mí que se le encuentra. Su nombre es Jesús. Quien viene a Mí nunca más tendrá hambre, quien crea en Mí nunca más tendrá sed, porque los ríos celestiales se verterán sobre él extinguiendo todo ardor material. No rechazaré a quien venga a Mí, pues he bajado del Cielo para obrar, no por mi voluntad, sino por voluntad de Aquel que me ha enviado. Y la voluntad de mi Padre, del Padre que me ha enviado, es la siguiente: que no pierda a ninguno de los que me ha dado, sino que los resucite el último día”.
“Pero, ¿quién ha podido escuchar a Dios o ver su rostro alguna vez?”, se preguntan varios que empiezan a mostrar signos de irritación y de escándalo. Y terminan diciendo: “Deliras o eres un iluso”.
“Nadie ha visto a Dios salvo aquel que es Dios. Este ha visto al Padre y Aquel soy Yo. Y ahora escuchad el Credo de la vida futura, porque sin él nadie puede salvarse: en verdad, en verdad os digo que aquel que cree en Mí vivirá eternamente. En verdad, en verdad os digo que yo soy el Pan de la Vida eterna.
Vuestros padres, en el desierto, comieron el maná y luego murieron, porque el maná era un alimento santo pero temporal, y daba la vida porque era necesario llegar a la Tierra Prometida por Dios a su pueblo. Pero el Maná que yo soy no tendrá límites de tiempo ni de potencia. No solamente es celeste, sino también divino, y produce lo que es divino: la incorruptibilidad, la inmortalidad de aquello que Dios ha creado a su imagen y semejanza. No durará cuarenta días, cuarenta meses, cuarenta años, cuarenta siglos; durará, en cambio, tanto como durará el Tiempo, y se le dará a todos aquellos que sienten un hambre santa y agradable al Señor, quien se regocijará de darse sin medida a los hombres por los cuales se ha encarnado, para que tengan la Vida que nunca muere.
Yo puedo darme, puedo transubstanciarme por amor a los hombres, de manera que el Pan se convierta en Carne y que la Carne se convierta en Pan, para así satisfacer el hambre espiritual de los hombres que sin este Alimento morirían de hambre y de enfermedades espirituales. Pero si alguien come de este Pan con justicia vivirá eternamente. El Pan que daré será mi Carne inmolada por la Vida del mundo: será mi amor esparcido por las casas de Dios para que vengan a la mesa del Señor aquellos que son amantes o desdichados, y encuentren así un consuelo a su necesidad de fundirse con Dios, y un alivio a sus penas”.
“Pero, ¿cómo puedes darnos a comer tu Carne? ¿Por quién nos tomas? ¿Por bestias sanguinarias? ¿Por salvajes? ¿Por homicidas? La sangre y el crimen nos repugnan”.
Si no coméis la Carne del Hijo del hombre y si no bebéis su Sangre, no tendréis en vosotros la Vida
“En verdad, en verdad os digo que muchas veces el hombre es más que una fiera y que el pecado convierte en más que salvaje, que el orgullo da una sed homicida, y que no es a todos aquellos que están presentes a quienes repugnan la sangre y el crimen.
En verdad, en verdad os digo que si no coméis la Carne del Hijodel hombre y si no tomáis su Sangre, no tendréis en vosotros la Vida. Aquel que come dignamente mi Carne y que bebe mi Sangre tiene la Vida eterna, y yo lo resucitaré el Último Día. Pues mi Carne es verdaderamente un Alimento y mi Sangre una Bebida. Aquel que come mi Carne y que bebe mi Sangre vive en Mí, y yo vivo en él. Así como el Padre viviente me ha enviado, y como yo vivo a través del Padre, igualmente aquel que me coma vivirá también a través de Mí e irá a donde lo envíe, y hará lo que quiero y vivirá con austeridad como hombre, y será ardiente como un serafín, y será santo, porque para poder alimentarse de mi Carne y de mi Sangre se prohibirá a sí mismo cometer faltas y vivirá elevándose a fin de culminar su ascensión a los pies del Eterno”.
“¡Pero este está loco! ¿Quién puede vivir de esa manera? En nuestra religión es sólo el sacerdote quien debe purificarse para ofrendar a la víctima. Aquí, Él quiere hacer de nosotros tantas víctimas de su locura. ¡Esa doctrina es muy penosa y ese lenguaje es demasiado difícil! ¿Quién puede escucharlo y practicarlo?”, murmuran los presentes, y eso que varios de entre ellos son reputados discípulos.
La gente se dispersa haciendo numerosos comentarios. Sólo el Maestro y los más fieles permanecen en la Sinagoga.
¿Con qué habéis escuchado y asimilado?
“Y vosotros, ¿os escandalizáis de lo que os digo? ¿Y si os dijera que veréis un día al Hijo del hombre subir al Cielo, donde antes estaba, y sentarse al lado del Padre? ¿Y qué es lo que habéis comprendido, absorbido, creído hasta ahora? ¿Y con qué habéis escuchado y asimilado? ¿Sólo con lo que es humano? Es el espíritu lo que vivifica y lo que tiene valor. La carne no sirve para nada. Mis palabras son espíritu y vida, y es con el espíritu con lo que se debe escucharlas y comprenderlas para tener la vida. Pero entre vosotros hay muchos cuyo espíritu está muerto porque no tienen fe. Muchos de entre vosotros no creen verdaderamente, y es de manera inútil que permanecen junto a Mí. No tendrán la Vida, sino la Muerte. Pues permanecen, como ya lo he dicho, sea por curiosidad, sea por afecto humano, o peor aún, por fines todavía más indignos. No han sido traídos aquí por el Padre en recompensa a su buena voluntad, sino por Satanás. Nadie, en verdad, puede venir a Mí si el Padre no se lo ha acordado. Marchaos también, vosotros que tenéis humanamente vergüenza de abandonarme, pero que tenéis aún más vergüenza de permanecer al servicio de alguien que os parece ‘loco y duro’”.
Entonces varios más dejan el grupo de los discípulos. Ahora sólo quedan en la sinagoga Jesús, el jefe de la sinagoga y los apóstoles…
Sólo tú tienes las palabras de la Vida eterna
Jesús se vuelve hacia los discípulos que, mortificados, permanecen en un rincón, y les dice: “¿Queréis iros vosotros también?” Lo dice sin amargura y sin tristeza. Pero con mucha seriedad.
Pedro, en un arranque de dolor, Le dice: “Señor, ¿y a dónde quieres que vayamos? ¿Hacia quién? Tú eres nuestra vida y nuestro amor. Sólo tú tienes las palabras de la Vida eterna. Sabemos que eres Cristo, el Hijo de Dios”.
Amén
La respuesta de Pedro es una formidable profesión de fe, no obstante la incomprensión que también él parece experimentar sobre lo que acaba de ser dicho por Cristo. Efectivamente, en su profesión de fe Pedro no dice lo que, en ese instante, todavía lo sobrepasa: “sé que comiendo tu Carne y bebiendo tu Sangre formaré parte de la Vida eterna”. No, sino que afirma mucho más simplemente: “Tú eres nuestra vida y nuestro amor. Sólo tú tienes las palabras de la Vida eterna. Sabemos que eres Cristo, el Hijo de Dios”.
Consideremos que en el momento de la comunión, cuando el padre presenta al fiel la hostia consagrada y dice: “El cuerpo de Cristo”, y que el fiel responde: “Amén”, tal vez este Amén es ante todo la misma expresión de la fe de Pedro, el reconocimiento de nuestra pequeñez con respecto a Aquel que nos da la Vida * Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como las de toda criatura. CIC 1998.. Amén es la palabra hebrea que significa: “Creo” * En hebrero, Amén pertenece a la misma raíz que la palabra « creer ». Esta raíz expresa la solidez, la fiabilidad, la fidelidad. CIC 1062.. Sí: creo que es el cuerpo de Cristo lo que me es dado, y no un simple trozo de pan * En la epíclesis, la Iglesia pide al Padre que envíe su Espíritu Santo sobre el pan y el vino, para que se conviertan, por su poder, en el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, y que quienes toman parte en la Eucaristía sean un solo cuerpo y un solo espíritu. En el relato de la institución (que sigue la epíclesis), la fuerza de las palabras y de la acción de Cristo y el poder del Espíritu Santo hacen sacramentalmente presentes bajo las especies de pan y de vino, su Cuerpo y su Sangre su sacrificio ofrecido en la cruz de una vez para siempre. CIC 1353.. Sí, creo que a través del Cuerpo de Cristo Dios santifica el mundo * El progreso espiritual tiende a la unión cada vez más íntima con Cristo. Esta unión se llama “mística” porque participa del misterio de Cristo mediante los sacramentos –“los santos misterios”- y, en Él, del misterio de la santísima Trinidad. Dios nos llama a todos a esta unión íntima con Él, aunque las gracias especiales o los signos extraordinarios de esta vida mística sean concedidos solamente a algunos para manifestar así el don gratuito hecho a todos.. Sí, creo que en el Espíritu Santo la Eucaristía es la cumbre del culto * El culto es el conjunto de actos por medio de los cuales una comunidad humana honra a sus dioses y mantiene relaciones con ellos. La relación con dios se cultiva como se cultiva una amistad: Se “procura” la divinidad por sí misma y en vista de sus beneficios. El culto es la parte humana de la liturgia: la sociedad de los hombres, preocupada por mantener su lazo con Dios. Parte demasiado humana, cuando es demasiado interesada y se arriesga a desviarse hacia la magia; parte verdadera y justa cuando es, en un acto, el sí de los hombres en miras de su encuentro con Dios. Le Gall, Dom Robert, “Definición de culto” (extractos), en Dictionnaire de liturgie, Editorial C.L.D., 1983, p. 83. que los hombres rinden a Cristo y, a través de Él, al Padre. Sí, creo que esta comunión realiza la unidad del pueblo de Dios * Como es un solo pan, somos, aunque muchos, un solo cuerpo; ya que todos participamos de un solo pan. 1 Cor 10, 17..
¿Sólo los apóstoles pudieron beneficiarse con la Eucaristía?
“Tomad y comed… tomad y bebed”. Pero la noche del Jueves Santo nosotros no estábamos en Jerusalén. El anuncio que Jesús haya podido hacer en la sinagoga de Cafarnaúm, ¿se dirigía tan solo a aquellos que estaban presentes durante la institución de la Cena, la noche de ese famoso Jueves Santo? ¡Por supuesto que no! Jesús vino a salvar a todos los hombres y lo proclama en la sinagoga, precisándonos con ello que la promesa de la vida eterna no se dirige solamente a un puñado de individuos, sino a la humanidad entera: “Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo: quien coma de este pan vivirá eternamente; pues el pan que yo daré es mi carne, por la vida del mundo” (Jn 6,51). ¡Sí! Es por la vida del mundo entero. De este modo, las palabras que el sacerdote pronuncia en el momento de la consagración no son un simple recordatorio de aquellas pronunciadas por Cristo, cosa que no produciría ningún efecto sobre los géneros presentados en el altar, reduciendo estos últimos a simples símbolos. A través de las palabras consagratorias y a través de la intervención del Espíritu Santo, “el pan se vuelve la carne de Cristo. Del mismo modo, el vino se vuelve su sangre. Es en calidad de sangre vertida que Él figura en esta copa, y es así como sella la verdadera alianza entre Dios y nosotros. La antigua alianza era bien real, pero sobre todo prefiguraba la nueva alianza, que es definitiva. Esa sangre vertida durante el sacrificio de la pasión es para nosotros fuente de todos los bienes, redención de nuestros pecados, gracia divina, virtudes sobrenaturales, actos meritorios, gloria eterna. Propiamente hablando, esta alianza es el testamento de Jesús que va a morir y dispone de su sangre. Y del mismo modo que desde el Éxodo todos los hijos de Israel comían un cordero que les recordaba aquel que sus padres habían debido comer para escapar a la plaga que los amenazaba, igualmente las generaciones cristianas son invitadas a comer la carne y a beber la sangre del divino Cordero. Para lograrlo es necesario que un sacerdocio se perpetúe y haga ‘esto en conmemoración de Jesús’, sacerdocio que participa de aquel del Mesías, sacerdote según la orden de Melquisedec” * Lagrange y Lavergne, Synopse des quatre Evangiles en français, Librairie Lecoffre J. Gabalda & Cie. Editeurs, 1993, p. 221, nota 259..
La “cantidad” de pan y de vino es ilimitada
El Amor de Dios es ilimitado. No se debe intentar “medir” el “peso” de las hostias ni el “número de litros” de vino que han podido ser consumidos desde la institución de la Eucaristía por Jesucristo, e intentar aproximarlos al “peso” de un hombre. El pasaje del Evangelio sobre la multiplicación de los panes * Primera multiplicación de los panes en Mt 14, 13-21, Lc 9, 10-17, Mc 6, 3-44, Jn 6, 1-14. Segunda multiplicación de los panes en Mt 15, 32-39 y Mc 8, 1-19. nos muestra la potencia divina que logra lo que la simple naturaleza humana no puede realizar.
Al caer la noche, los discípulos se aproximaron a Jesús y le dijeron: “Despide entonces a la muchedumbre; ¡que se vayan a los pueblos a comprar comida!”. Pero Jesús les dijo: “No necesitan irse. Dadles vosotros mismos de comer”. Los discípulos respondieron que se encontraban incapacitados materialmente para alimentar a tal muchedumbre; efectivamente, la muchedumbre cuenta con cerca de cinco mil hombres, sin contar a las mujeres y a los niños, a los que es igualmente necesario alimentar. “Sólo tenemos cinco panes y dos pescados”, dicen los discípulos. Dicho de otra forma, ¡es imposible alimentar a esta muchedumbre! Pero lo que es imposible para el hombre es posible para Dios. Y Jesús, tras haber pedido a sus discípulos que le lleven lo que tienen, toma los cinco panes y los dos pescados y, tal como lo hará la noche del Jueves Santo, levanta los ojos al cielo y pronuncia la bendición; corta los panes, los da a los discípulos y los discípulos los dan a la muchedumbre. Todos comen hasta saciarse. Y para significar que la multiplicación de los panes no se detiene en aquellos que están presentes, “de los pedazos que quedaban se juntaron doce cestas llenas”, como tantos apóstoles hay. Esos apóstoles, asistidos por los sacerdotes, tendrán entonces la misión de distribuir la Eucaristía por todo el mundo. Y así como Cristo ha podido multiplicar los panes para alimentar a la muchedumbre, también ellos podrán hacerlo por medio de las palabras consagratorias y de la intervención del Espíritu Santo. Ya no serán cinco panes y dos pescados, sino el pan, fruto de la tierra y del trabajo de los hombres, y el vino, fruto de la viña y del trabajo de los hombres. La intervención de Dios hará el resto: santificará plenamente la ofrenda por medio de la fuerza de su bendición; la volverá perfecta y digna de Él; se convertirá así, para nosotros, en el cuerpo y la sangre del Hijo bien amado, Jesucristo nuestro Señor.
¿Cómo recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo?
Hagamos una comparación. Si tuviéramos que recibir en la mesa familiar al jefe de Estado de nuestro país, ¿cómo nos vestiríamos para la ocasión? ¿Permaneceríamos con la ropa de jardinero o nos pondríamos un traje con una camisa blanca bien planchada? ¿Utilizaríamos la vajilla de diario, un poco desparejada, o el servicio de boda con sus lindos cubiertos y sus copas? Ciertamente, elegiríamos lo mejor que tenemos para recibir al huésped excepcional, incluso si no compartimos todas sus ideas. A pesar de todo, utilizaríamos lo mejor en razón de la función desempeñada por la persona: primer representante del país. Utilizar y hacer lo mejor correspondería incluso al deber más elemental del ciudadano.
De la misma manera, ¿cómo vamos a vestir nuestra alma para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo en nuestro corazón? ¿Vamos a dejarla negra de todas las faltas cometidas, o vamos a limpiarla con la humildad, la pureza, y a vestirla con la caridad? En verdad, aquel que quiere recibir a Cristo en la comunión eucarística debe encontrarse en estado de gracia * Sobre este tema, ver La reconciliación, fuente de gracias, en el capítulo precedente de este manual.. Si uno tiene conciencia de haber pecado mortalmente no debe acercarse a la Eucaristía sin haber recibido previamente la absolución en el sacramento de la Penitencia * CIC 1415.. Recibir a Cristo en la comunión Eucarística en estado de pecado mortal _NOTE El pecado mortal destruye la caridad en el corazón del hombre por una infracción grave de la ley de Dios; aparta al hombre de Dios, que es su fin último y su bienaventuranza, prefiriendo un bien inferior. El pecado mortal, que ataca en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la Reconciliación. CIC 1855 y 1856 (extractos). El pecado venial deja subsistir la caridad, aunque la ofende y la hiere. CIC 1855.
“El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo la confesión…”, San Agustín, In epistulam Iohannis ad Parthos tractatus, 1,6._ es una grave ofensa hacia Dios. Aquel que la comete, en lugar de ayudar a su propia salvación, logra el resultado opuesto: corre hacia su perdición. El pecador grave es como un enfermo grave, enfermo del alma. ¿Acaso damos al enfermo grave del cuerpo el mismo régimen alimenticio que se da a un hombre bien sano? ¡No! Al enfermo se le administra un régimen alimenticio severo y medicamentos adecuados. Cuando recobra la salud puede entonces tener acceso otra vez al alimento del hombre sano. Es lo mismo en lo concerniente al alma. La medicina se encuentra en el arrepentimiento y el sacramento de la reconciliación. En cuanto al alimento del alma, es la Eucaristía.
Antes de concluir la primera parte de este capítulo, releamos la primera admonición de Francisco que precisamente concierne al cuerpo del Señor * Mientras que sacerdotes y fieles tendían a perder de vista el carácter sacrificial de la misa y abandonaban la comunión, san Francisco, guiado siempre por el Evangelio y las enseñanzas de la Iglesia, nos señala otro derrotero. Sus escritos nos muestran claramente su sabiduría sobre la fe eucarística. Lo que dice Francisco en sus escritos no representa una enseñanza completa que aborde todos los aspectos de la Eucaristía. Simplemente nos muestra los grandes ejes de su fe. Podemos desprender dos: 1) La eucaristía prolonga la encarnación reveladora; 2) La Eucaristía conmemora el sacrificio redentor. Es esencialmente en esta primera admonición donde descubrimos el primer punto importante de la fe eucarística de Francisco. Nos basta con contar el número de veces en que las palabras espíritu y ver se repiten en el texto. La enseñanza de Francisco es que únicamente gracias al Espíritu Santo los fieles pueden ver al Señor en la Eucaristía y recibirlo dignamente. Además, sólo se puede ir hacia el Padre a través del Hijo; pero el Hijo ya no vive con nosotros bajo la forma de hombre, sino bajo la forma de Eucaristía. Sepamos entonces “ver” la Eucaristía con los ojos del Espíritu y reconozcamos en ella la presencia del Hijo de Dios. Nguyên Van Khanh, Norbert, Le Christ dans la pensée de Saint François d’Assise d’après ses écrits, ofm, Ediciones Franciscaines, París, 1989, extractos de las páginas 195, 197 y 201..
El cuerpo del Señor
El Señor Jesús dice a sus discípulos: “Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie llega al Padre, sino por mí. Si me hubierais conocido habríais conocido también a mi Padre. Ya desde ahora lo conocéis y lo estáis viendo”.
Felipe le dice: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. Jesús le contesta: “Llevo tanto tiempo con vosotros, ¿y no me has conocido Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre”. (Jn 14, 6-9)
El Padre reviste una luz inaccesible; Dios es espíritu; nadie ha visto jamás a Dios. Puesto que Dios es espíritu, no se le puede ver más que a través del espíritu, ya que es el espíritu lo que hace vivir; la carne no sirve para nada.
Es lo mismo respecto al Hijo: ya que es igual al Padre, no se le puede ver de forma diferente al Padre, no se le puede ver más que a través del Espíritu.
Es por eso que fueron condenados todos aquellos que en otro tiempo no vieron más que al hombre en el Señor Jesucristo, sin ver ni creer, según el Espíritu y según Dios, que es verdaderamente el Hijo de Dios. Igualmente son condenados todos aquellos que ahora se les semejan: ven bien, bajo la forma de pan y vino, el sacramento del Cuerpo de Cristo, consagrado en el altar por las manos del sacerdote a través de las palabras del Señor; pero no ven ni creen, según el Espíritu y según Dios, que eso son realmente los muy santos Cuerpo y Sangre de nuestro Señor Jesucristo, siendo el testimonio del Altísimo mismo quien lo afirma: este es mi Cuerpo, y la Sangre de la Nueva Alianza, que será derramada por todos; e incluso: aquel que coma mi carne y beba mi sangre tendrá la vida eterna.
El Espíritu del Señor vive en aquellos que creen en él; son ellos quienes reciben entonces el Cuerpo y la Sangre muy santos del Señor * Esta afirmación se comprende mejor a la luz de la doctrina, bastante difundida en aquellos tiempos, de Pierre Lombard, que identificaba gracia santificante y Espíritu Santo. En la época de san Francisco esta doctrina no había sido condenada. Es solamente más tarde que los Buenaventura y los Tomás introdujeron la distinción clarificadora entre gracia creada (que hace del hombre un hijo de Dios) y gracia increada (que es precisamente el Espíritu Santo): San Buenaventura, Breviloquium V, 1-2; Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, III, 2, 10 y 1, 38, 1-2. Desbonnets, Théopile y Vorreux, Damien, Saint François d’Assise. Documents, Ed. Franciscaines, 1981, nota 12, p. 40.. Todos los otros, aquellos que no forman parte del Espíritu, si tienen la audacia de recibir al Señor, comen y beben su propia condenación.
Raza carnal, ¿durante cuánto tiempo más tendréis el corazón tan duro? ¿Por qué no reconocer la verdad? ¿Por qué no creer en el Hijo de Dios? Mirad: se humilla cada día, exactamente como cuando, abandonando su palacio real, se encarnó en el seno de la Virgen; cada día es él mismo quien viene hacia nosotros, bajo los hábitos más sencillos; cada día baja del seno del Padre para colocarse en las manos del sacerdote en el altar. Y al igual que en otros tiempos se presentaba a los santos apóstoles en una carne bien real, igualmente se muestra ahora ante nuestros ojos en el pan sagrado. Los apóstoles, cuando lo veían con sus ojos de carne, veían solamente su carne; pero cuando lo contemplaban con los ojos del espíritu creían que era Dios. Nosotros también: cuando, con nuestros ojos de carne, vemos el pan y el vino, sabemos ver y creer firmemente que están ahí, reales y vivos, el Cuerpo y la Sangre muy santos del Señor. En efecto, tal es el medio que ha escogido para permanecer siempre con aquellos que creen en él, como él mismo lo ha dicho: “Ved que yo estoy con vosotros hasta el fin del mundo”. (Adm 1)
Camino de contemplación
Vamos ahora a reencontrar a Francisco en dos episodios de su vida durante los cuales vamos a verlo obrar en compañía de sus hermanos. Mientras que el primer episodio se sitúa al principio de la vida fraternal de Francisco, cuando llega Bernardo de Quintavalle, el segundo se sitúa hacia el final de su vida, en ese episodio de Alverna con el muy entrañable hermano León. Veremos cómo procede para ayudar a uno y a otro en su búsqueda del Señor.
Un espectáculo muy curioso
Hace ya dos años que Francisco se despojó de todos sus bienes ante el obispo de Asís. Desde ese día Francisco ha restaurado tres iglesias que se encontraban en lamentable estado. Sin embargo, esos trabajos no le han atraído los favores de la población de Asís y de sus antiguos amigos: “Mirad bien, niños, ved al tipo que pasa. Es uno más de esos excéntricos que tenía todo para ser feliz y que lo ha arruinado todo por meterse a reparador de capillas. Puesto que quiere piedras, tomad, no tenéis más que lanzarle algunas cuando pase. Ah, ah, tal vez eso le pondrá plomo en la cabeza y lo hará volver a poner los pies en la tierra, el pobre loco”. “Vaya, ¡pero si es nuestro amigo Francisco! Entonces Francisco, ¿el sol te sigue dando tan fuerte como siempre? ¡Ah, se diría que sí! ¡Hola, el caso es grave! Y las capillas, ¿avanzan? ¿Qué te dio por jugar al albañil, hijo de comerciante de telas?”. Pero Francisco no responde nada a todo esto. Ni siquiera parece afectado, un poco como un sordo al que podría contársele cualquier cosa y que no reaccionaría porque no oye. No porque desprecie a todos aquellos que lo insultan o porque le guste soportar ofensas. Pero a aquel que hace el esfuerzo de mirar con el espíritu le parece más bien que algo transporta a Francisco fuera de los esquemas humanos, volviéndolo paciente y constante como si fuera sordo y mudo.
La invitación de don Bernardo de Quintavalle
Sin embargo, hay un hombre impresionado por la paciencia y la constancia de Francisco. Este hombre es uno de los más nobles y ricos de la ciudad: se trata de don Bernardo de Quintavalle. Y don Bernardo está lejos de ser un desconocido en Asís. Su gran sabiduría le ha hecho ser amado y respetado por todos. Termina por decirse que si Francisco, abominado y despreciado por todos, permanece tan paciente, tan constante y tan dulce, es porque ha recibido una gran gracia de la parte del Señor. Un día, al cruzarse con él en las calles de Asís, Bernardo espeta a Francisco: “Con gran placer te recibiré para cenar conmigo esta noche. ¿Vendrás?”. Y Francisco responde: “Oh, don Bernardo, si os place que venga a cenar con vos, entonces acepto vuestra invitación”.
Al caer la noche los dos comensales consumen los platillos que habían sido preparados, pero finalmente permanecen más absorbidos por su conversación que por la comida. El tema, hay que decirlo, tiene todo para retener su completa atención: Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, es Señor y Servidor. Bernardo está impactado por la visión que Francisco tiene de Cristo. Por medio de palabras sencillas, todo parece tan claro, tan evidente y tan… exaltante. Al escuchar las palabras de Francisco el corazón de don Bernardo late muy fuerte en su pecho. La primera impresión que había tenido se confirma. Francisco, incluso si parece un loco ante los ojos de la población de Asís, está tocado por la gracia, y es ésta la que lo hace actuar, la que lo hace vibrar e, incluso, la que lo hace respirar. La noche está ya muy avanzada cuando la conversación toca a su fin. “No puedo dejarte partir en medio de la noche a semejante hora. Tengo en mi dormitorio una segunda cama en la que podrás dormir hasta la mañana. Quédate, te lo ruego”. Francisco acepta la invitación de don Bernardo y los dos se acuestan y se duermen, aparentemente.
“Dios mío, Dios mío”, y nada más
Aparentemente entonces, uno y otro se duermen. Francisco, desde que entra en el dormitorio, se desploma de fatiga sobre la cama que le está destinada. Don Bernardo, por su parte, se acuesta a su vez y no tarda en roncar vigorosamente, como si durmiese. Pues ninguno de los dos duerme. Don Bernardo tiene la idea de examinar la santidad de Francisco y finge dormir para saber lo que sucederá durante su sueño. Y Francisco finge dormir igualmente puesto que no tiene más que un deseo: orar. Pero fiel a la palabra evangélica que ordena no orar en los lugares públicos con el fin de hacerse admirar por los hombres, sino orar a nuestro Padre que está en lo secreto (Mt 6, 5-6), espera a que don Bernardo se duerma. Y cuando lo cree dormido, Francisco se levanta sin hacer ruido, se vuelve hacia la ventana que permanece abierta y se arrodilla. Gracias a una lamparita que siempre permanece encendida durante la noche, don Bernardo no se pierde ninguno de los actos y gestos de Francisco. Lo ve arrodillado, los ojos y las manos alzadas hacia el cielo y lo escucha orar así: “¡Dios mío!, ¡Dios mío!”. Es esa toda la oración de Francisco: “¡Dios mío!, ¡Dios mío!”, y nada más. Bernardo, que frecuentemente se embrolla con las fórmulas de las oraciones fijas, escucha esta oración tan sencilla: “¡Dios mío!, ¡Dios mío!”. En este instante esas palabras penetran en su corazón con la dulzura de la leche y la miel. Hasta entonces fingía dormir con el fin de examinar, de medir, podríamos decir, la santidad de Francisco. Pero eso ya no le importa más en este preciso instante. La oración que escucha pronunciar lo ocupa por entero. Le revela a lo que es llamado, a lo que todos estamos llamados: “Hacia Ti, Señor”. Ese instante debió marcarlo para siempre, porque las Florecillas nos precisan que, tras haberse convertido en el hermano Bernardo, recibió de Dios tantas gracias que con frecuencia estaba feliz en la contemplación de Dios. Pero no vayamos tan rápido y volvamos a la cronología del relato.
El camino evangélico
Temprano por la mañana, tras el despertar de toda la gente de la casa, don Bernardo revela sus intenciones a Francisco en estos términos: “He decidido firmemente en mi corazón abandonar el mundo y obedecerte en lo que me ordenes”. A la alegría que Francisco manifiesta por esta conversión se aúna un sentimiento de gravedad ante la confianza infinita que le testimonia don Bernardo: “obedecerte en lo que me ordenes”. Francisco, él, no puede disponer así de la vida de una persona. Entonces invita a Bernardo a pedir consejo al principal interesado, aunque asociándose al mismo tiempo a dicho proceso. “Don Bernardo, lo que decís es muy grave, y amenaza en turbar vuestra vida de tal manera que nos es necesario pedir consejo a Nuestro Señor Jesucristo. Vayamos juntos al obispado, donde hay un buen sacerdote. Escucharemos la misa. Permaneceremos en oración hasta la Tercia * La Tercia es la cuarta de las horas canónicas, que se recita hacia las 9 de la mañana. y rogaremos a Dios que, por medio de tres aperturas del misal, nos muestre el camino que le agradaría que eligiésemos”. Don Bernardo, que esperaba todo salvo esto, responde a pesar de todo que la fórmula le conviene perfectamente. Se dirigen entonces al obispado y todo se desarrolla como había sido decidido. El sacerdote, ante la seriedad de la reputación de don Bernardo de Quintavalle, consiente a la original petición de los dos compañeros. Abre el misal tres veces en nombre de Cristo y, cada vez, lee la primera frase sobre la que se posan sus ojos. Estas frases son las siguientes:
En la primera apertura: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todos tus bienes y dáselos a los pobres, que así tendrás un tesoro en los cielos; ven luego y sígueme”. (Mt 19, 21)
En la segunda apertura: “Nada toméis para el camino; ni bastón ni alforja, ni sandalias ni dinero” * Lc 9,3. El texto de san Lucas no habla de sandalias, pero se las refiere en Mt 10, 10.
En la tercera apertura: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue con su cruz y sígame”. (Mt 16, 24)
Entonces Francisco dice a don Bernardo: “Este es el consejo que Cristo nos da; iros, y haced hasta el final lo que habéis escuchado; y bendito sea Nuestro Señor Jesucristo que se ha dignado en mostrarnos su camino evangélico”. Con estas palabras don Bernardo se va a vender todo lo que posee, es decir mucho porque, como ya lo hemos dicho, es muy rico. Y distribuye el producto de la venta a los pobres, a las viudas, a los huérfanos, a los peregrinos, a los monasterios y a los hospitales. Subrayemos de paso que nada de todo esto va a dar a la bolsa de Francisco, que lo ayuda en esta obra misericordiosa. Y así don Bernardo de Quintavalle se convierte en el hermano Bernardo. Más tarde Francisco dirá de él “que es digno de todo respeto y que ha fundado la Orden, pues ha sido el primero en abandonar el mundo sin guardarse nada y dándolo todo a los pobres de Cristo”.
Dios mío, te busco desde el alba, mi alma tiene sed de ti
En este relato Francisco intenta con todo su ser unirse al Dios de vida: “¡Dios mío!, ¡Dios mío!”. Pero, ¿es Francisco quien busca esta unión? ¿No es más bien su oración su respuesta al deseo de Dios? Pues toda la historia de Israel ilustra esta verdad esencial: no es el hombre quien, primero, intenta unirse a Dios: es el mismo Dios quien, primero, entra en relación con el hombre y quiere unirse a él o, más precisamente, unirlo a él. Nunca se dirá bastante: lo más importante en la vida de unión con Dios no es el recorrido siempre incierto que el hombre puede seguir hacia Dios, sino más bien el que Dios mismo sigue y no deja de seguir hacia el hombre. Antes de todo deseo por parte del hombre existe la diligencia amorosa de Dios que quiere encontrarse con el hombre y comunicarse con él. El itinerario del alma hacia Dios tiene siempre como punto de partida a Dios. Cuando el hombre se pone en camino, como lo ha hecho en el relato de Bernardo de Quintavalle, Dios ya se ha reunido con él. Y la iniciativa del hombre nos es más que la toma de conciencia siempre más profunda y la acogida siempre más amorosa de la comunicación con Dios. Así, primero debemos aprender a mirar, a contemplar la comunicación que Dios nos ha establecido con sí mismo, tal y como lo ha podido y lo ha sabido hacer con Francisco * Con los retoques (extractos y/o agregados) inevitables pero necesarios para integrar el texto copiado en este manual de formación, el comentario de este párrafo, una parte de los comentarios siguientes y los relatos de Alverna y del nacimiento son extraídos de Leclerc, Eloi, Chemin de contemplation, Desclée de Brouwer, 1995, Prólogo, Capítulo I y Conclusión. (Versión castellana: Eloi, Leclerc, Senda de contemplación, Eds. Mensajero, Bilbao, 1996.).
¡Mirad! ¡Contemplad!
No se ve bien más que en la luz, a través de la luz. Y Jesús nos dice: “Yo soy la luz del mundo” (Jn 8, 12). Además nos precisa: “El ojo es como la lámpara del cuerpo. Si tu ojo está sano, todo tu cuerpo estará iluminado; pero si tu ojo está enfermo, todo tu cuerpo quedará en tinieblas” (Mt 6, 22-23). Jesús nos invita a mirarlo, a contemplarlo. Aquí, el sentido apuntado por el ojo no se limita al aspecto moral * Es además el milagro de la multiplicación de la Palabra, pues así como hubo una multiplicación de los panes, la Palabra de Dios se multiplica y se recibe bajo un triple aspecto: su sentido espiritual, su sentido moral y su sentido actual., incluso si de eso se trata en esta parte. La luz material en la que el ojo, sano o enfermo, dispensa o niega bienestar al cuerpo, es comparada a la luz espiritual que resplandece del alma: si está oscurecida, su ceguera es mucho peor que la ceguera física. Pero si el ojo contempla a Aquel que es, que era y que será, entonces el alma entera está en la luz. Y el hombre se convierte siempre en aquello que mira. Esta manera de mirar nos hace ser partícipes de la vida divina. Y nos hace vivir en Dios.
No se trata entonces de dirigirse hacia Dios, sino de acogerlo con una calma interior cada vez más grande y más pura. No se apunta al sol; no se busca alcanzarlo; es el sol quien viene hacia nosotros; sus rayos nos tocan incluso antes de que podamos verlo. “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó” (1 Jn 4, 10). “Él nos amó primero” (1 Jn 4, 19).
Fe en la palabra de Dios
Ya hemos hablado, al principio de este capítulo, de la necesidad de tener fe en la Palabra de Dios para comprender el discurso sobre el Pan de la vida. Encontramos esta misma necesidad en lo concerniente a la participación en la vida divina a través de la oración. En efecto, fuera de la fe en la Palabra, nada puede asegurarnos, ni siquiera permitirnos pensar que el Dios infinito se comunica efectivamente con nosotros, en su santidad y su gloria, y que nos asocia a su vida íntima. Y esta unión con Dios será aún más intensa en cuanto la fe sea más viva. A través del instrumento empleado para responder a la búsqueda de don Bernardo, Francisco pone en práctica, de manera radical y sin rodeos, la Palabra de Dios: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todos tus bienes y dáselos a los pobres; ven luego y sígueme”. Él escucha esta Palabra. Enseguida la vive, o más bien, vive en ella. La experiencia de Francisco de la comunión con Cristo es vivida en la fe. Y no tiene más apoyo que la Palabra. Es con su palabra que Dios vivo se comunica con nosotros. La Palabra no es la visión. Siempre requiere de la fe. Francisco cree en esta palabra. Y vive en ella. Concretiza, actualizándola, la carta de Pablo a los gálatas: “Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí” (Gál 2, 20).
Te doy las gracias, Padre, por haber creado el mundo visible e invisible
Era una hermosa noche de fin de verano en el monte Alverna. Hacía bien respirar un poco de frescura tras una jornada muy calurosa. El bosque cercano, agobiado por el sol del día, retomaba dulcemente su aliento. El hermano Francisco miraba el cielo brillante de estrellas a través de la ventana de la pequeña ermita. La grandeza, el silencio y la inefable pureza del firmamento penetraban en su ser profundamente. Vibraba interiormente ante estas inmensidades lejanas y, sin embargo, fraternales: “Nuestras hermanas estrellas, claras, preciosas y bellas”, murmuró, en guisa de saludo amigable. Veía toda suerte de cosas al interior de una unidad creadora. Después agregó: “Te doy las gracias, Padre, por haber creado el mundo visible e invisible…”. Una estrella fugaz atravesó el cielo, como una firma luminosa del Creador en su obra. Pasó así una parte de la noche, en la adoración y la alabanza.
Por la mañana, Francisco vio venir hacia él al hermano León, tímido y temeroso como de costumbre, pero con un aspecto particularmente abatido en ese inicio del día. Le confió a Francisco que no había podido dormir en toda la noche, víctima de un gran tormento del alma. Ya no sabía dónde situarse en su vida de unión con Dios. Veía levantarse ante él la montaña infranqueable de sus imperfecciones y sus infidelidades. Francisco lo escuchaba, silencioso. León acariciaba una secreta esperanza. Interiormente, deseaba obtener de Francisco algo piadoso escrito de su propia mano pues, pensaba, eso lo libraría seguramente de su problema y de todas sus angustias. Sería un talismán infalible que traería de vuelta la serenidad a su alma, en todas circunstancias.
Francisco, que conocía bien a su hermano, adivinó su deseo. Tomó el pergamino que León sostenía discretamente en su mano. Se recogió un instante, luego se puso a escribir. Las palabras venían solas a su pluma. Las frases se sucedían unas a otras, cortas, rápidas, aladas. Era evidente que escribía con alegría. No redactaba una exhortación o una admonición. Dejaba cantar a su corazón. Era una letanía de alabanzas.
Tú eres el santo Señor Dios único
Tú eres el santo Señor Dios único
el que hace maravillas.
Tú eres el fuerte, tú eres el grande
tú eres el altísimo
tú eres el rey omnipotente;
tú, Padre santo, rey del cielo y de la tierra.
Tú eres el trino y uno, Señor Dios de los dioses;
Tú eres el bien, el todo bien, el sumo bien,
señor Dios vivo y verdadero.
Tú eres el amor, la caridad;
tú eres la sabiduría, tú eres la humildad,
tú eres la paciencia, tú eres la belleza,
tú eres la mansedumbre;
tú eres la seguridad, tú eres el descanso,
tú eres el gozo,
tú eres nuestra esperanza y alegría,
tú eres la justicia, tú eres la templanza,
tú eres toda nuestra riqueza a satisfacción.
tú eres la belleza, tú eres la mansedumbre,
tú eres el protector, tú eres nuestro custodio y defensor;
tú eres la fortaleza, tú eres el refrigerio.
tú eres nuestra esperanza,
tú eres nuestra fe, tú eres nuestra caridad,
tú eres nuestra dulzura, tú eres nuestra vida eterna,
grande y admirable Señor,
Dios omnipotente, misericordioso Salvador (AlD).
Francisco dejó la pluma y se detuvo. Habría podido continuar escribiendo así durante horas. Era un tranquilo desborde de su corazón. No buscaba enseñar, ni mucho menos demostrar algo. Simplemente cantaba. No se preocupaba por establecer un orden cualquiera a sus pensamientos. Era una alabanza improvisada, inagotable. Un juego de aproximación a una realidad inefable que no nos hartamos de contemplar, sin jamás poder expresarla plena y verdaderamente.
León, feliz y silencioso, miraba a Francisco. Éste se puso a escribir de nuevo. Esta vez lo que redactaba era una bendición dirigida a León. Una bendición bíblica:
El Señor te bendiga y te guarde;
te muestre su rostro y tenga misericordia de ti.
Vuelva a ti su mirada y te conceda la paz.
El Señor te bendiga, hermano León (BenL).
Luego Francisco trazó la letra griega Tau, en forma de T mayúscula, sobre el nombre del hermano. Según el texto del profeta Ezequiel era también el signo de los salvados.
“Aquí tienes, -le dijo Francisco a León. Toma este pergamino y guárdalo contigo, hasta tu muerte. ¡Y que venga a ti la gran dulzura de Dios nuestro Señor!”.
León estaba muy satisfecho. No esperaba tanto. La alegría de Francisco, por su parte, era también grande. Pues en el lenguaje tan sencillo de una letanía de alabanzas acababa de escribir y confiar a León la memoria de su experiencia mística en el Alverna. Era su agradecimiento a Dios por todo lo que había recibido en ese lugar. Una memoria de reconocimiento.
León recibió este escrito como lo que era. Más tarde escribirá en el pergamino: “El bienaventurado Francisco, dos años antes de su muerte, hizo en el monte Alverna una cuaresma en honor de la bienaventurada Virgen María, Madre de Dios, y del bienaventurado Miguel Arcángel, desde la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen hasta la fiesta de septiembre de San Miguel Arcángel. Y el Señor puso su mano sobre él. Después de la visión y de las palabras del serafín y de la impresión en su cuerpo de las llagas de Cristo, compuso estas alabanzas que están al otro lado de esta hoja, y que escribió de su mano, dando gracias a Dios por el beneficio que le había hecho” (AlD).
La divina alegría de existir
Cuando a la mañana siguiente León volvió a ver a Francisco, su rostro resplandecía como el sol. Le contó cómo, con la lectura del escrito, había desaparecido por completo el problema que lo hacía sufrir cruelmente. La paz había vuelto a su alma con la gran dulzura de Dios. Entonces Francisco le dijo: “Esas líneas que he escrito y que te he confiado no son de ningún modo fórmulas mágicas; sin embargo, contienen un gran secreto”. “¿Qué secreto?”, preguntó León, intrigado. “Son palabras de alabanza y de adoración, -dijo Francisco. Y aquel que las hace suyas y que se abre al espíritu de alabanza y adoración vive una experiencia de admiración que lo desprende de sí mismo. Deja de angustiarse por su destino, de mirarse. Ya no se pregunta dónde se sitúa su vida de unión con Dios. Fascinado con la realidad maravillosa de Dios, vive más en Aquel que contempla que en sí mismo. Todo su ser es una mirada maravillada. ¡Poco importa entonces en dónde está respecto a su relación con Dios! Ya no se plantea preguntas: Dios es, y eso basta. Sin siquiera dudarlo entra en la alegría de Dios, conoce la gran alegría divina de existir”.
Volver a ser como un niño pequeño
A la fe en la Palabra, de la que hemos hablado anteriormente, vemos que es necesario entonces agregar la gracia de la admiración. Se puede conocer una verdadera experiencia mística sin éxtasis, pero no sin admiración. Además el éxtasis, tal vez, no es más que otro nombre que se le da a la admiración. Toda experiencia mística, toda vida de unión con Dios, por poco profunda que sea es una experiencia admirable: una experiencia del Dios maravilloso en su misma comunicación. Jesús decía que no se puede entrar en el Reino de los cielos más que con el alma de un niño (Mc 10, 15). A través de la misma Palabra estamos invitados a reencontrar, en la edad madura, la admiración del niño: los ojos extasiados del niño ante el milagro de la Vida que se revela en su plenitud. “Nosotros vimos su gloria” (Jn 1, 14). Solo la contemplación admirativa del don de Dios puede arrancarnos de nosotros mismos, dilatar nuestro corazón y enseñarnos a amar como Dios ama. “Si conocieras el don de Dios…” dice Jesús a la Samaritana. Sí, si lo conocieras, tu corazón se encendería, tu corazón sería la Zarza ardiente.
“… Maravillados contigo, Padre, tenemos por única ofrenda la acogida de tu amor” * Liturgia de las horas.. La admiración engendra la celebración, y la celebración la fiesta: “…porque es bueno cantar a nuestro Dios, porque es grato, y la alabanza le es debida” (Sal 147, 1). Escuchemos el llamado que nos lanza la Palabra: “Despertad, arpa y laúd: yo quiero despertarme con la aurora” (Sal 57[56], 9). Una luz de aurora, un amanecer en el alma, tal es la comunicación de Dios con aquel que cree en su Palabra.
Se dice que el Pobre de Asís inventó el belén de Navidad. Es cierto que contribuyó a extender dicha práctica. Pero lo más importante es el haber visto y el hacer ver el evento de la Natividad de otra manera: con un corazón de pobre y con los ojos de un niño. “Quiero ver, decía, con mis ojos carnales, al Niño tal y como estaba, acostado en un pesebre y durmiendo en el heno entre un buey y un asno…”. Era una idea nueva e ingenua, pero también una idea maravillosa y genial, como sólo los poetas pueden tenerla: ver y hacer ver, con los ojos de un niño, a Dios en su “advenimiento de dulzura”. Nada era más importante para el porvenir del mundo. Era necesario ofrecer la contemplación de la gratuidad de Dios a una sociedad de comerciantes, dominada por la pasión del dinero. Y, en tiempos de cruzadas y de guerras santas, ¿qué puede ser más necesario que hacer ver la ternura de Dios? Y mientras que la cristiandad dirigía cada vez más altas en el cielo las torres y las flechas de sus catedrales, como un Te Deum flamígero, Francisco de Asís y sus primeros compañeros contemplaban, en la penumbra de un establo, a Dios viniendo al mundo en la fragilidad de un pequeño niño; reencontraban la fuente maravillosa. Abriéndose a esta comunicación divina se convertían en lo que contemplaban. ¡Y en la alegría creadora, devolvían a Dios el mundo, y el hombre, y Dios!
Oración y liturgia
Artículo 8
Como Jesucristo fue el verdadero adorador del Padre, del mismo modo los franciscanos seglares hagan de la oración y de la contemplación el alma del propio ser y del propio obrar. * Concilio Vaticano II, Decreto sobre el apostolado de los laicos, 4 a.b.c.: Siendo Cristo enviado por el Padre la fuente y el origen de todo el apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado de los laicos depende de su unión vital con Cristo, según estás palabras del Señor: “El que permance en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Esta vida de íntima unión con Cristo en la Iglesia se alimenta de las viandas espirituales comunes a todos los fieles, en particular a través de la participación activa en la Santa Liturgia. Los laicos deben emplearlas de manera que, cumpliendo perfectamente con las obligaciones del mundo en las condiciones ordinarias de existencia, no separen la unión con Cristo y su vida, sino que crezcan en esta unión llevando a cabo sus trabajos según la voluntad de Dios.
Participen de la vida sacramental de la Iglesia, especialmente de la Eucaristía, y asóciense a la oración litúrgica en alguna de las formas propuestas por la misma Iglesia, revivan así los misterios de la vida de Cristo.
El primer comentario que se desarrolla a continuación intentará demostrarnos cómo Jesús fue el verdadero adorador del Padre. Pero, ¿qué es adorar? Los dos primeros mandamientos del decálogo nos ayudarán a responder a esta pregunta. Las diversas referencias evangélicas que se te presentan al final de este capítulo testimonian que con frecuencia se ve a Jesús orar a todo lo largo de su misión en la tierra. Y nuestra regla nos invita a hacer de la oración y de la contemplación el alma de nuestra vida y nuestro obrar, siguiendo el ejemplo de Jesús; del mismo modo, los siguientes comentarios intentarán aportar una respuesta a las siguientes preguntas: ¿qué es la oración? ¿Cuáles son las diferentes expresiones mayores de la oración? Y, finalmente, ¿cómo y cuándo orar? Por supuesto, para revivir en sí mismo los misterios de la vida de Cristo, el preámbulo inevitable es conocerlos. Entonces recordaremos luego algunos de los misterios de la vida terrestre de Cristo y subrayaremos en qué su asimilación nos conduce al misterio de su filiación divina y de su misión redentora. Finalmente, como el discurso sobre el pan de la vida ya nos ha mostrado y definido lo que es la Eucaristía, orientaremos los comentarios siguientes al aspecto litúrgico de la Eucaristía. La alianza concluida con Abraham y la alianza del Sinaí nos ayudarán a comprender lo que es la liturgia.
Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo
En aquel entonces Saúl era rey de Israel. El Señor le había manifestado su voluntad: castigar a los amalecitas y lanzar el anatema a todo lo que poseían, es decir, no conservar nada, sino pasarlo todo por filo de la espada, todos los seres vivos, incluyendo al ganado. Pero Saúl conservó lo mejor del ganado menor y mayor, en fin, todo lo que había de bueno, para hacer una ofrenda a Yahveh. La intención era buena incluso si no correspondía totalmente a la voluntad divina. Sin embargo, el Señor le transmitió sus reproches a través de su profeta Samuel: “¿Por qué, pues, no has obedecido la voz de Yahveh? ¿Por qué te has apoderado del botín y has hecho lo que es malo a los ojos de Yahveh?” (1 Sam 15, 19). En efecto, el Señor había pedido a Saúl no conservar nada; Saúl, para complacer a Dios, no habría debido conservar nada, incluso si destinaba el botín (o parte de él) a una ofrenda para el Señor. Samuel no condena el culto sacrificial en general. Pero es la obediencia interior lo que place a Dios, no sólo el rito exterior. Llevarlo a cabo en contra de la voluntad de Dios es hacer un homenaje a alguien más que a Dios, es caer en la idolatría.
Jesús, que fue el verdadero adorador del Padre, nos dice: “No es aquel que dice ‘Señor, Señor’ quien será salvado, sino aquel que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos. Encontramos esta idea, que vuelve como un recordatorio constante del Verbo de Dios, diseminada a lo largo de los evangelios: “Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra” (Jn 4, 34); “… y mi juicio es justo, porque no busco hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn 5, 30); “Y ésta es la voluntad del que me ha enviado: que nada de aquello que me ha dado se pierda, sino que yo lo resucite en el último día. Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y que yo lo resucite en el último día” (Jn 6, 39-40). “¡Padre mío: si es posible, que pase de mí este cáliz! Pero no sea como yo quiero sino como quieres tú” (Mt 26, 39). Del mismo modo, cuando un fariseo pregunta a Jesús, para turbarlo: “Maestro, ¿cuál es el mayor mandamiento de la Ley?”, Jesús responde con las mismas palabras de Dios, recordando así la voluntad del Padre.
Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu
Jesús ha resumido los deberes del hombre hacia Dios con estas palabras: “Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu” * Mt 22, 37, y Lc 10, 27 : “ …con todas tus fuerzas”.. Esto hace eco inmediatamente al llamado solemne: “Escucha Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor” (Dt 6, 4). Dios nos amó primero. El amor del Dios Único es recordado en la primera de las “diez palabras”. Los mandamientos explicitan a continuación la respuesta de amor que el hombre está llamado a dar a su Dios. * CIC 2083.
Adorar a Dios es reconocerle como Dios, como Creador y Salvador, Señor y dueño de todo lo que existe, como Amor infinito y misericordioso. “Adorarás al Señor tu Dios y sólo a él darás culto” (Lc 4, 8), dice Jesús citando el Deuteronomio (6, 13). Adorar a Dios es reconocer, con respeto y sumisión absolutos, la “nada de la criatura”, que solo existe por Dios. Adorar a Dios es alabarlo, exaltarle y humillarse a sí mismo, como hace María en el Magníficat, confesando con gratitud que Él ha hecho grandes cosas y que su nombre es santo. La adoración del Dios único libera al hombre del repliegue sobre sí mismo, de la esclavitud del pecado y de la idolatría del mundo * CIC 2096-2097..
No pronuncies mi nombre en vano
¿Acaso el hombre no pronuncia el nombre del Señor en vano sólo cuando blasfema? Desafortunadamente no sólo así. ¿Acaso un hijo puede decir amo a mi padre y lo honro si luego se opone a todo lo que él desea? No es diciendo padre, padre que se le ama realmente. Igualmente, la oración de fe no consiste tan sólo en decir Señor, Señor, sino en hacer que el corazón cumpla la voluntad del Padre (Mt 7, 21). ¿Esta palabra del Evangelio querrá decir que, fuera de los pequeños, nadie más puede llamar a Dios? No, porque es por los pecadores y por todos aquellos que se sienten estrangulados por Satanás que ese Nombre debe ser invocado, es decir, por todos aquellos que quieren liberarse del pecado y del Seductor. A la hora de la tentación, Eva no llamó al Señor para que la ayudara en la prueba. Pero si Eva hubiese llamado a Dios en el momento de la tentación Satanás habría huido, pues Dios y Satanás no pueden cohabitar en un mismo lugar, en un mismo corazón. Tengamos siempre este pensamiento y, con sinceridad, llamemos al Señor. Su nombre es salud. Purifiquémonos sin cesar el corazón escribiendo con amor este Nombre: Dios. Nada de oraciones mentirosas. Nada de prácticas rutinarias. Sino con nuestro corazón, con nuestro pensamiento, con nuestros actos, con todo nuestro ser, digamos este Nombre: Dios. Digámoslo para no estar solos. Digámoslo para sentirnos apoyados. Digámoslo para ser perdonados. Comprendamos bien el sentido de la palabra de Dios en el Sinaí: se pronuncia el Nombre de Dios “en vano” si se le pronuncia sin hacer el bien. Eso es un pecado. Pero no es “en vano” cuando los latidos de nuestro corazón, a cada minuto del día, en todas las obras honestas, cuando la necesidad, la tentación y el sufrimiento nos hacen llevarnos a los labios la palabra de amor filial: “¡Ven, Dios mío!”. Es entonces cuando de verdad no se peca nombrando el santo Nombre de Dios. * Según Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999, vol. 2, cap. 121.
La oración es la conversación del corazón con Dios
La oración debería ser el estado habitual del hombre. Cuando queremos hablar al Señor entramos en la paz de nuestra morada interior y hablamos al Rey de los ángeles. Hablemos a nuestro Padre en el secreto de nuestro corazón y de nuestra morada interior. Dejemos fuera todo aquello que pertenece al mundo: la manía de llamar la atención; la de edificar; los escrúpulos de las largas oraciones llenas de palabras, de palabras, de palabras, monótonas, tibias y sin amor. ¡Por amor de Dios! Deshagámonos de medidas en la oración. No gastemos horas y horas en un monólogo que únicamente los labios repiten. Eso es un verdadero soliloquio que ni siquiera el ángel de la guarda escucha, un rumor vano al que intenta poner remedio sumergiéndose en una ardiente oración por el necio que tiene a su cuidado. En verdad hay personas que no emplearían esas horas de otra manera incluso si Dios en persona se les apareciese para decirles: “La salvación del mundo exige que abandonéis ese parloteo sin alma para ir simplemente a sacar agua de un pozo y regarla en el suelo por amor hacia Mí y hacia vuestros semejantes”. En verdad, no creamos que un monólogo es más importante que la acogida cortés a un visitante o el caritativo socorro prodigado a quien lo necesita. Tal práctica significa caer en la idolatría de la oración. La oración es un acto de amor. Se puede amar igual de bien lavando la vajilla que orando, asistiendo a un lisiado o a un mendigo. Basta con impregnar de amor todo nuestro ser y todas nuestras actividades. ¡No tengamos miedo! El Padre mira. El Padre comprende. El Padre escucha. El Padre concede lo que hace falta. ¡Cuántas gracias no concede por un solo suspiro de amor, verdadero, perfecto! ¡Cuánta abundancia de gracias por un sacrificio íntimo hecho con amor! * Ibid., vol. 3, cap. 172.
Tomarse el tiempo de estar presentes para el Señor
La tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración. * CIC 2699.
La oración más santa es aquella que nos ha enseñado el propio Jesús: el Padrenuestro. ¡Ah! Si supiéramos decir esta oración degustando cada frase, asociando nuestro pensamiento y nuestro corazón a cada palabra, ¡cómo transformaría nuestra vida!
La meditación hace intervenir el pensamiento, la imaginación, la emoción y el deseo. Esta movilización es necesaria paras profundizar en las convicciones de fe, suscitar la conversión del corazón y fortalecer la voluntad de seguir a Cristo. La oración cristiana se aplica preferentemente a meditar “los misterios de Cristo”, como en la lectio divina o en el Rosario. Esta forma de reflexión orante es de gran valor, pero la oración cristiana debe ir más lejos, hacia el conocimiento del amor del Señor Jesús, a la unión con Él. * CIC 2708.
Tanto en la alegría como en el dolor, tanto en la paz como en la lucha, nuestro espíritu necesita sumergirse por entero en el océano de la contemplación para reconstruir lo que abate el mundo y las vicisitudes de la vida. Hay que emplear la oración vocal, pero sin abusar. No porque sea inútil o mal vista por Dios. Pero al espíritu le es mucho más útil la elevación mental hacia Dios, la meditación. Contemplemos su divina perfección. Reconozcamos nuestra miseria. Agradezcamos al Señor que nos ha apoyado para impedirnos pecar. Démosle las gracias por perdonarnos y no dejarnos tirados. En una palabra, logremos orar realmente, es decir, logremos amar. Porque la oración puede ser realmente lo que debe ser: debe ser amor * CIC 2708.
La elección del tiempo y la duración de la oración contemplativa depende de una voluntad decidida, reveladora de los secretos del corazón. No se hace contemplación cuando se tiene tiempo, sino que se toma el tiempo de estar para el Señor con la firme decisión de no retomársele en el camino, cualesquiera que sean las pruebas y la sequedad del encuentro. No se puede meditar en todo momento, pero sí se puede entrar siempre en contemplación, independientemente de las condiciones de salud, trabajo o afectividad. * CIC 2710. La oración contemplativa es mirada de fe fija en Jesús. “Yo le miro y Él me mira”, decía a su santo cura un campesino de Ars que oraba ante el Sagrario. Esta atención a Él es renuncia al “yo”. Su mirada purifica el corazón. La luz de la mirada de Jesús ilumina los ojos de nuestro corazón; nos enseña a ver todo a la luz de su verdad y de su compasión por todos los hombres. La contemplación dirige también su mirada a los misterios de la vida de Cristo. Enseña así el “conocimiento interno del Señor” para amarle más y seguirle. * CIC 2715. Pero, ¿cómo orar?, y, en una vida bien llena, ¿cuándo orar?
Para liberarnos del yugo de nuestros enemigos le serviremos con justicia y santidad, en su presencia, a lo largo de cada día
La unión con Dios es tenerlo presente en todo momento para alabarlo e invocarlo. Si lo hacemos, entonces progresaremos en la vida espiritual. Dios da la jornada, tanto si es luminosa como si es oscura: el día y la noche. Vivir y tener luz es un don. Y la manera cómo vivimos es una especie de santificación. También es necesario santificar los momentos de todo el día para permanecer en la santidad, para guardar en nuestro corazón al Altísimo y su bondad y, al mismo tiempo, para mantener alejado al demonio. Observemos a los pájaros: cantan al primer rayo de sol, bendicen la luz. Nosotros también debemos bendecir la luz que es un don de Dios. Debemos bendecir a Dios que nos da la luz y que es Luz. Hay que desearlo desde la temprana claridad de la mañana, como para poner un sello de luz, una nota de luz a todo el día que comienza, para que sea así enteramente luminoso y santo, y hay que unirse a la creación entera para cantar el hosanna al Creador. Después, cuando pasan las horas y a medida que van pasando, nos traen la constatación de todo lo que hay de doloroso y de ignorancia en el mundo: entonces hay que orar para que el dolor sea aliviado, para que la ignorancia desaparezca, y para que Dios sea conocido, amado, orado por todos los hombres que, si conociesen a Dios, siempre se sentirían consolados, incluso en sus sufrimientos. A la hora sexta hay que orar por el amor de la familia, probar ese don de estar unidos con aquellos que nos aman. Esto también es un don de Dios. Y orar para que el alimento no pase de su carácter utilitario a convertirse en una oportunidad para el pecado. A la hora nona hay que orar para que a través del Sacrificio de esta hora venga el Reino de Dios al mundo, y que sean redimidos todos aquellos que creen en su Verbo. A la hora del crepúsculo hay que orar pensando en que la muerte es el crepúsculo que nos espera a todos. Hay que orar para que el crepúsculo de nuestra jornada o de nuestra vida se cumpla siempre teniendo nuestra alma en estado de gracia. Y cuando las lámparas se enciendan, hay que orar para agradecer el día que se acaba, y para pedir protección y perdón con el fin de entregarnos a un sueño sin temor al juicio imprevisto y a los asaltos del demonio. En fin, hay que orar durante la noche para evitar los pecados nocturnos, para alejar a Satanás de los débiles, para que sobrevenga una contrición en los culpables a través de la reflexión y de las buenas resoluciones que se volverán realidad al amanecer. He aquí cómo y por qué un justo ora durante toda la jornada. * Según Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999, vol. 4, cap. 291.A título anecdótico, cuando nuestro soberano pontífice Juan Pablo II se encontraba de viaje por Hungría (en agosto de 1991) agregó algunas palabras a la respuesta que dio a un anterior saludo del Presidente, y cuya traducción es la siguiente: “Ha evocado, señor Presidente, el punto más importante para el papa. El deber y la actividad principal del papa no es predicar, sino orar. Todo debería estar basado en la oración. Mi visita a Hungría y mis relaciones cotidianas con este país están igualmente fundadas en la oración”.
Para revivir en ellos los misterios de la vida de Cristo
A través de los gestos de Cristo, de sus milagros, de sus palabras, ha sido revelado que “en Él reside toda la plenitud de la divinidad corporalmente” (Col 2, 9). Su humanidad aparece así como el “sacramento”, es decir, como el signo y el instrumento de su divinidad y de la salvación que conlleva: lo que había de visible en su vida terrena conduce al misterio * Hay dos concepciones diferentes de misterio : la concepción helenística y la concepción paulina. Los Padres de la Iglesia unieron estas dos concepciones: 1. Del griego mustèrion: es por lo qué o a lo qué se es iniciado. (mustès). Originalmente, el término griego designa los ritos más o menos secretos por los cuales se es iniciado a una religión, y al medio por el que se entra en relación con la divinidad. 2. La noción bíblica de “misterio” parece independiente de la noción griega. El “Misterio” es el secreto del designo divino de la salvación; concebido por la Sabiduría divina de toda eternidad, se pone de manifiesto en la historia de la salvación y se realiza de manera central en el sacrificio de Cristo, ese “Misterio pascual” que condensa todo el “Misterio”. Los apóstoles recibieron la misión de revelar todo el alcance del misterio de Cristo. invisible de su filiación divina y de su misión redentora * CIC 515 (extractos).. Cristo no vivió su vida para sí mismo, sino para nosotros. Y esto fue así desde su encarnación “por los hombres y por nuestra salvación” hasta su muerte “por nuestros pecados” (1 Cor, 15, 3). Él es nuestro abogado ante el Padre, “vive siempre para interceder a nuestro favor” (Heb 7, 25). Toda su vida Jesús se muestra como nuestro modelo: con su humillación nos ha dado un ejemplo que imitar; con su oración atrae a la oración; con su pobreza llama a aceptar libremente la privación y las persecuciones. Estamos llamados a no ser más que una sola cosa con Él * CIC 519-521 (extractos).. Del mismo modo, leamos, meditemos y vivamos los misterios de la vida de Cristo:
- Pastor o mago, nadie puede alcanzar a Dios aquí abajo sino arrodillándose ante el pesebre de Belén y adorando a Dios oculto en la debilidad de un niño;
- por su sumisión a María y a José, así como por su humilde trabajo durante largos años en Nazaret, Jesús nos da el ejemplo de la santidad en la vida cotidiana de la familia y del trabajo;
- desde el comienzo de su vida pública, en su bautismo, Jesús es el “Siervo” enteramente consagrado a la obra redentora que llevará a cabo en el “bautismo” de su pasión.
- la tentación en el desierto muestra a Jesús, humilde Mesías que triunfa de Satanás mediante su total adhesión al designio de salvación querido por el Padre;
- el Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. “Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo”. La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino. Sus llaves son confiadas a Pedro;
- la Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los apóstoles ante la proximidad de la Pasión: la subida a un “monte alto” prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos “la esperanza de la gloria” (Col 1, 27);
- Jesús ha subido voluntariamente a Jerusalén sabiendo perfectamente que allí moriría de muerte violenta a causa de la contracción de los pecadores;
- La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. * CIC 563-570.La entrada de Jesús en Jerusalén manifiesta la venida del Reino que el Rey-Mesías, recibido en su ciudad por los niños y por los humildes de corazón, va a llevar a cabo por la Pascua de su Muerte y de su Resurrección. * CIC 563-570.
La alianza con Abraham
“Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre * No podemos evitar transponer la frase a lo que implica sobre el ser uno mismo : “Vete de tu tierra, de tu parentela y de la casa de tu padre”, no tiene otro efecto inmediato más que el de abandonar todo aquello que representa el “yo”. Abandonar nuestro “yo”, nos grita el texto, por “la tierra que yo te indicaré”, es decir, para encontrarme, a Mí tu Creador, tu Salvador y tu Redentor, y Yo te haré participar en Mi Vida divina. Más adelante el Señor nos precisará: “ninguno de vosotros que no renuncie a todos sus bienes puede ser mi discípulo” (Lc 14, 33)., a la tierra que yo te indicaré. Yo haré de ti una nación grande; te bendeciré y engrandeceré tu nombre, y tú mismo serás bendición” (Gn 12, 1-2). El relato de la vocación de Abraham es sucinto. Indica la iniciativa de Yahveh que invita a su interlocutor a dejarlo todo para obedecer a su voz. Mirando con más detalle los términos utilizados, no podemos evitar relacionarlos con el fin del relato yahvehista de la creación: “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre y se une a su mujer, y vienen a ser los dos una sola carne” (Gn 2, 24). La relación entre Yahveh y Abraham es de naturaleza tan poderosa como la relación de los esposos entre ellos. Abraham no discute; lejos de rechazar las misteriosas proposiciones de Aquel que se dirige a él, lo obedece, es decir que escucha y obra: “Salió Abraham, tal como le había ordenado Yahveh, y Lot se fue con él. Tenía Abraham setenta y cinco años cuando salió de Jarán” (Gn 12, 4). Desde el principio Yahveh le hizo una promesa, la de convertirlo en un gran pueblo: inmediatamente la Alianza parece interesar no a un solo individuo, por más grande que sea, sino a todo un pueblo. Sin embargo, pasan años durante los cuales se producen numerosos eventos sin que de todas formas se realice la promesa. También, y luego del curioso pasaje concerniente a Melquisedec, sacerdote del Dios Altísimo y su ofrenda de pan y vino (Gn 14, 18), Abraham recibe de Dios una visión de la certitud de la recompensa: “No temas, Abraham. Yo soy tu escudo; tu recompensa será muy grande” (Gn 15, 1). Pero Abraham, por primera vez, expresa una inquietud a Dios: “Señor Yahveh, ¿qué me darás? Me voy sin hijo. No me has dado descendencia y será mi criado el que herede”. Entonces Yahveh reitera su promesa de una gran descendencia para Abraham, pero con la formal precisión de que le llegará a partir de un heredero nacido de su propia sangre: “No será ese tu heredero; te heredará el salido de tus entrañas (…) Mira al cielo y cuenta, si puedes, las estrellas (…) Así será tu descendencia” (Gn 15, 4-5). Esta vez Abraham solicita una garantía. Y Yahveh le responde por medio del rito de la alianza que consiste, para los contrayentes, a pasar entre los cuartos de animales seccionados en canal. Así se atraía para sí la suerte de esos animales si se era infiel al compromiso. Ese rito se expresa en hebreo con la fórmula “cortar la alianza”. “Puesto ya el sol hubo una densa oscuridad, y un horno humeante y una antorcha de fuego pasaron por entre las mitades de las víctimas” (Gn 15, 17). Bajo el símbolo del fuego * Símbolo de fuego que reencontramos en los pasajes de la zarza ardiente (Ex 3, 2), de la columna de fuego (Ex 3, 2), del Sinaí humeante (Ex 19, 18). es Yahveh quien pasa, y pasa solo porque su alianza es un pacto unilateral, una iniciativa divina. Otro relato de la alianza entre Abraham y Yahveh (Gn 17) introduce dos importantes precisiones: el cambio de nombre de Abrán a Abraham, y la circuncisión. Estos dos cambios deben ser entendidos como las marcas íntimas del dominio de Yahveh sobre su socio. La Alianza es ante todo el acto de Dios que obra en su aliado; necesariamente, es también el acto de este aliado que consiente al acto de Dios, que se deja hacer y guiar. La alianza es fecunda, tanto más que implica la promesa de una posteridad: Dios mismo opera, ahí donde el curso natural de las cosas parece acabado. En el encinar de Mamré los tres viajeros, en quienes la tradición ha visto la evocación de la Trinidad, reciben la hospitalidad magnánima de Abraham. La comida, de cierta manera, es una comida de alianza con la Trinidad y, al término de ésta, y a pesar de las burlas de Sara * El texto nos precisa en efecto : “Abraham y Sara ya eran ancianos, entrados en años, y a Sara se le había retirado la regla”, Gn 18, 11. La avanzada edad nos es indicada incluso en el capítulo anterior: “¿A un hombre de cien años le va a nacer un hijo? ¿Dará a luz Sara a los noventa años?”, Gn 17, 17., mujer de Abraham, la profecía del visitante se realizará: “Volveré aquí dentro de un año, y para entonces Sara, tu mujer, tendrá un hijo” (Gn 18, 10). Dios volvió a Abraham fecundo dándole el hijo prometido: Isaac, fruto del amor gratuito de Yahveh, y de la fe de Abraham. * Estas líneas (así como las siguientes) están tomadas de Dom Robert Le Gall, “Introducción. Capítulo 3 y capítulo 4”, en La liturgie dans l’ancienne Aliance, C.L.D., 1981.
Restituir los bienes al Señor
Pero de este mismo Isaac, convertido en el unigénito, en el más querido de Abraham, Dios le pide: “Toma tu hijo, a tu unigénito, al que tanto amas, a Isaac, y vete a la tierra de Moria * 2 Cró 3, 1 identifica Moria con la colina donde se elevará el Templo de Jerusalén. La tradición posterior ha aceptado esta localización.. Ofrécelo allí en holocausto sobre uno de los montes que yo te indicaré” (Gn 22, 2). Isaac aparece entonces como la piedra angular de la alianza en dos sentidos: en sentido descendente, de Yahveh a Abraham (es Dios quien da un hijo a Abraham), y en sentido ascendente, de Abraham a Yahveh (es Abraham quien ofrece su hijo a Yahveh). Hacía falta que Dios tuviese confianza en aquel al que las tradiciones judías, cristianas y musulmanas han calificado con el nombre de Amigo de Dios para pedirle semejante prueba: sacrificar a su único hijo, don de Dios, y sin embargo condición necesaria de la realización de la promesa. Abraham sabe lo que significa la expresión “hacer subir” a su hijo: se trata en verdad de un holocausto, que hace “pasar” y “subir” a la víctima hacia Dios. Que desgarramiento debió ser para Abraham preparar todo lo necesario para el sacrificio, caminar tres días para dirigirse al lugar prescrito y, allí, presentar su ofrenda: “llegaron al lugar que le había indicado Dios y edificó allí Abraham un altar, dispuso la leña, ató a Isaac, su hijo y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Alargó Abraham la mano y empuñó el cuchillo para sacrificar a su hijo” (Gn 22, 9-10). El sentido de este evento es decisivo. La Alianza ha sellado la unión de Yahveh y de Abraham a través de esta obra común, deseada por Dios, que es la fecundidad del Patriarca. Para que tal Alianza sea sólida, hace falta que una fe recíproca, total, una a sus socios y permanezca a prueba de todo lo que pueda pasar. Abraham, que ha recibido todo de su Amigo divino -elección, promesa, hijo-, se siente seguro de Dios. Es por eso que no duda, a pesar del dolor que ese sacrificio le supone, en ofrecerle a su único hijo, a la única oportunidad que tiene de ver que la promesa se cumple. Dios que da y que se da, espera que quien esté frente a él haga lo mismo * Dichoso el siervo que restituye todos los bienes al Señor Dios, porque el que se reserva algo para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios y lo que creía tener se le quitará. Adm 18.; así, los bienes que procura la Alianza están secundados por la relación a la Alianza en sí misma, que une al hombre con Dios. Abraham acepta que ni la misión de la que lo ha investido Dios, ni su sueño, que era su vida entera en lo que tenía de más elevado, se interpongan más entre Dios y él mismo. Dar un hijo único es dar más que sí mismo: es ir hasta el final del don. Dios, en la liturgia, nos pide en efecto que vayamos hasta allá. Rehusará la inmolación de Isaac, pero quiere que el unigénito le sea ofrecido. Dios no quiere la sangre de los niños, pero no puede renunciar a la totalidad de nuestro don. Dios da todo para que se le restituya todo. La ofrenda del hijo de la promesa, del que depende toda la posteridad, representa toda la grandeza del sacrificio de Abraham.
Los altares jalonan el itinerario de Abraham: en Siquén, en el encinar de Moré (Gn 12, 6-7), donde Yahveh se le aparece; en Betel (Gn 12, 8; 13, 3-4), donde invoca el nombre de Yahveh; en Hebrón, en el encinar de Mamré (Gn 13, 18), donde erige un altar. El altar representa la memoria de su encuentro con Dios, a la vez recuerdo del pasado y testimonio de la promesa que se cumplirá. Para el patriarca la liturgia consiste en reactualizar la Alianza en los sitios del encuentro divino. Allí se le ha aparecido Dios; allí ha invocado su nombre. El sacrificio de Isaac es el acto más completo, el más grande de la “liturgia” que une a los dos aliados. Así, desde el comienzo de la historia de la salvación, el principio esencial de la liturgia nos aparece bien dibujado: encuentro entre Dios y el hombre, para sellar o reactualizar su Alianza.
Rendirás culto a Dios cuando saques al pueblo fuera de Egipto
A Abraham le dio a Isaac. Y a Isaac, le dio a Jacob. Más o menos cuatrocientos años después de Jacob, la descendencia de los tres patriarcas es esclavizada en Egipto. Pero Dios vela sobre su promesa. Prepara a un hombre para la misión de llevar a su pueblo, a su esposa, al lugar de la Alianza. Conocemos a este hombre: es Moisés. Dios lo espera en el desierto. Lo llama por su nombre y se le revela en una zarza ardiente: “¡Moisés, Moisés!... Yo soy el dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob… He visto muy bien el sufrimiento de mi pueblo en Egipto y he oído las quejas que le arrancan los capataces de las obras… He bajado para liberarlo de la mano de los egipcios y subirlo de ese país a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel” (Gn 3, 4-8). El Dios de la promesa ha visto la miseria de esa gente a la que llama su pueblo, y “baja” para liberarla por medio de Moisés. En el Sinaí, el signo que Yahveh da a Moisés para garantizar la verdad de su misión no es más que una segunda prueba, pues no es otra cosa que la realización misma de la salvación de Israel, pero bajo el aspecto de una liturgia: “Yo estaré contigo; y ésta será la señal de que yo te he enviado: cuando tú hayas sacado al pueblo fuera de Egipto, rendiréis culto a dios en esta montaña” (Éx 3, 12). En efecto, las palabras “rendir culto” que encontramos aquí deben entenderse en el sentido litúrgico del término. Por supuesto, el rendimiento de culto a Dios no se limita a la obra litúrgica. Sin embargo, la liturgia es una obra formalmente dirigida hacia Dios. Es el rendimiento de culto por excelencia ya que aporta, en homenaje a Dios Creador y Salvador, lo mejor de la actividad humana. La liturgia es un rendimiento de culto respetuoso a la divinidad. No intenta de ningún modo sojuzgar a Dios en beneficio del hombre, como sería el caso de la magia. No es tampoco una servidumbre del hombre a Dios, como sería el caso de la dialéctica amo-esclavo. La liturgia es entonces el rendimiento de culto a Dios por el Pueblo de Dios. Sólo la Revelación da al rendimiento de culto a Dios la nota personal perfecta: una relación marcada por el respeto del amor, por parte del Pueblo y por parte de Dios. En efecto, en el culto, el Pueblo se acerca a su Dios para servirlo; pero Yahveh también “desciende” hacia su pueblo. Se acerca a él y se manifiesta a través de sus intervenciones salvadoras.
Israel es consciente de ser servido por su Dios. En el desierto, la columna de fuego y la nube fueron la prueba. El Deuteronomio subraya esta intimidad entre Dios y él: “Pues, ¿qué nación hay tan grande que tenga los dioses tan cerca de ella, como lo está Yahveh, nuestro Dios, siempre que lo invocamos?” (Dt 4, 7). Al final de los tiempos el Servidor de Yahveh, que es el Hijo encarnado, declarará haber venido, no para ser servido, sino a servir (Mt 20, 28). La liturgia es ese servicio afectuoso entre Dios y nosotros. Como lo decíamos líneas arriba, Yahveh se reveló a Moisés únicamente para que llevara a su Pueblo hacia este venturoso rendimiento de culto. A su vez Moisés no da ningún otro motivo al faraón más que este culto a Yahveh. La fórmula se repetirá tras cada una de las plagas infringidas al faraón y a su país: “Deja partir a mi pueblo para que me rinda culto en el desierto” ((Ex 7, 16; 7, 26; 8, 16; 9, 1; 10, 3; 10, 7; 10, 11; 10, 26).
Una alianza de personas
Una alianza es un contrato de tipo jurídico que une a dos personas o seres personalizados como socios, y cuyo fin es reglar, de manera estable, sus relaciones, sea en un plano bien determinado, sea en todos los planos. Se sabe que una alianza política o económica tiene como objetivo intereses precisos: su meta es procurar a los contrayentes ventajas recíprocas. El tipo más completo de alianza es la alianza matrimonial que une “en lo próspero y en lo adverso” a los dos cónyuges.
El Dios de Israel, Creador y Salvador, es una persona que tiene proyectos y que los lleva a cabo: quiere instaurar relaciones con los seres humanos, provenientes de él pero a la vez diferentes. Se propone una alianza en la que el sujeto divino y los sujetos humanos siguen siendo lo que son, e incluso lo van siendo cada vez más. La liturgia es el acto recíproco en el que Dios y su pueblo se dan el uno al otro, retomando o restaurando la alianza que los une.
La Alianza que Dios ofrece a su pueblo acarreará incidentes políticos y económicos; por ejemplo, cuando el Pueblo será amenazado por el invasor, tendrá que confiar en su Dios y no en el auxilio de un pueblo aliado (Is 7, 1-9; 37, 30-35); del mismo modo, el Dios de la Alianza le procurará los bienes necesarios para su subsistencia y su bienestar (Dt 8, 11-18; Os 2, 10-24). Pero la Alianza será esencialmente la pertenencia mutua de Dios y su Pueblo; a todo lo largo de la Biblia, la “fórmula de la Alianza” repite que Dios pertenece a su pueblo y que el Pueblo pertenece a Dios: “Yo os haré pueblo mío, y seré para vosotros vuestro Dios” (ex 6, 7; Jr 31, 33; Ap 21, 3).
Podemos notar que, en las alianzas humanas de tipo patrimonial o amistoso, la iniciativa del encuentro y luego de la estabilización viene frecuentemente de uno sólo de los socios, que “da el primer paso”: o bien hace nacer así la reciprocidad, o bien ofrece la ocasión de manifestarse. Dios, por medio de su iniciativa gratuita y graciosa, nos invita a una respuesta de amor que es un consentimiento propiamente dicho. Desde el momento en que hemos consentido la Alianza nuestra vida pertenece a Dios y la vida de Dios nos pertenece.
La liturgia, celebración de la alianza
La liturgia, en la perspectiva que acabamos de definir, es esencialmente el acto a través del cual Dios nos propone su Alianza y el acto por el cual consentimos esta Alianza. Es en primer lugar un acto de Dios a nuestro favor; luego es nuestro acto de adhesión a la gracia que se nos da. La liturgia es entonces la conclusión de una alianza que, como tal, implica el acto común de dos socios. A todo lo largo de la historia de la salvación será la reactualización o la celebración del lazo establecido originalmente, con frecuencia su restauración y, en Cristo, su perfeccionamiento definitivo.
Preguntas
¿He aprendido bien?
1)Cuando el sacerdote muestra al pueblo el cuerpo de Cristo diciendo: “He aquí el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”, la asamblea responde con esta frase proveniente de la intervención del centurión: “Señor, no soy digno de que vengas a mí, pero una palabra tuya bastará para sanar mi alma” (Lc 7, 6; Mt 8, 8). Esta respuesta del centurión implica virtudes específicas que son igualmente necesarias al cristiano para recibir el cuerpo de Cristo. ¿Cuáles son?
2)“Este es el consejo que Cristo nos da”, dice Francisco a don Bernardo de Quintavalle tras la triple apertura del evangeliario. ¿Puedo recordar el contenido del mensaje transmitido en esta triple lectura? En ese mensaje evangélico, ¿no hay una cronología en “el consejo que da Cristo”?.
3)Nuestra regla nos dice: “Jesucristo fue el verdadero adorador del Padre, del mismo modo los Franciscanos seglares hagan de la oración y de la contemplación el alma del propio ser y del propio obrar”. ¿En qué podemos decir que Jesús fue el verdadero adorador del Padre?
Para profundizar
1)En un momento bien preciso de la misa, el pueblo responde de manera unánime: “Es justo y necesario”. Tras haber re-situado esta respuesta en el desarrollo de la liturgia, ¿puedo decir lo que es “justo” y lo que es “necesario”? En fin, ¿por qué es esto “justo” y por qué es “necesario”?
2)“Ya no sé en dónde estoy”, se escucha decir con frecuencia. ¿Ya me ha sucedido decir lo mismo? Si mi respuesta es afirmativa, ¿cómo he procedido para reposicionarme? ¿Y cómo me las arreglaría ahora para poner las cosas en su verdadero sitio?
3)¿De qué manera(s) concreta(s) puedo restituir a Dios todo el bien que me ha hecho?