Frère Rufin (portada)

Capítulo VIII: Pobreza y desapego - Acogida del prójimo

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François d'assise et la pauvretéComenzaremos a descubrir lo que es la pobreza de espíritu, bienaventuranza que abre el camino a todas las demás, con el pequeño Zaqueo. Según nuestra costumbre, continuaremos nuestro camino con Francisco, el cual ha abrazado de tal modo a la Señora Pobreza que sus contemporáneos y la posteridad, sin equivocarse, lo han nombrado el Poverello (Pobrecillo). Finalmente, terminaremos nuestro capítulo con la lectura de los artículos 11 y 13 de nuestra regla, que nos invitan adecuadamente a liberarnos de todo deseo de posesión y de dominio, libertad necesaria sobre todo para acoger a todo hombre, especialmente a los más pequeños.

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CONVIENE QUE HOY ME QUEDE EN TU CASA

Abriremos este capítulo descubriendo a Zaqueo, ese recaudador de impuestos, a ratos ladrón, que intenta ver a Jesús (Lc 19, 1-10). Es con este tipo de pasajes del Evangelio como logramos conocernos mejor a nosotros mismos pues, finalmente, ese pequeño Zaqueo, a ratos ladrón, es un poco como nosotros…

Zaqueo

Zaqueo

Jesús atravesaba la ciudad de Jericó. Pues bien, había ahí un hombre llamado Zaqueo; era jefe de los recaudadores de impuestos y, además, era alguien rico. Intentaba ver quién era Jesús, pero no lo lograba a causa de la muchedumbre, porque era de baja estatura. Entonces corrió hacia adelante y saltó sobre un sicomoro para ver a Jesús, que debía pasar por allí. Al llegar a ese sitio, Jesús levantó los ojos y lo interpeló: “Zaqueo, baja rápido, porque conviene que hoy me quede en tu casa”. Bajó rápidamente y recibió a Jesús con alegría. Al ver eso todos recriminaron: “ha ido a alojarse en casa de un pecador”. Pero Zaqueo, adelantándose, dijo al Señor: “Mira, Señor: voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes, y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más”. Entonces Jesús dijo a su vez: “Hoy ha llegado la salvación a esta casa, pues también éste es hijo de Abraham. Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.

¿Quién es Zaqueo?

A juicio de sus propios contemporáneos Zaqueo es un pecador, visiblemente incorregible ante los ojos de los “puros” y de los “perfectos”. Es, en pocas palabras, un condenado sin discusión por parte de todos aquellos que no tienen verdaderamente nada que reprocharse. Además, la palabra condenado lleva implícita la palabra réprobo. Objetivamente, hay que reconocer que esta apreciación del estado de pecador de Zaqueo no carece de fundamento. Jesús mismo lo reconoce, pero sin que eso implique una condena: “el Hijo del hombre ha venido a buscar y a salvar lo que estaba perdido”.

Jefe de los recaudadores de impuestos (esos publicanos a sueldo de Herodes y de los romanos), el hombre es muy rico. No es el hecho de ser rico lo que provoca, en sí, el estado de pecador, sino que es la manera en cómo ha sido adquirido el dinero la que puede ser causa de pecado. Se trata entonces de “dinero sucio”. Zaqueo mismo confiesa que no sólo hay “dinero limpio” en su escarcela: “y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más”. Esto permite suponer con claridad que la riqueza de Zaqueo no siempre fue adquirida necesariamente de manera muy honesta. La manera en que es gastado el dinero puede ser también causa de pecado. El evangelista Mateo, antiguo publicano, asocia siempre en su evangelio la palabra publicano a la palabra pecador o a la palabra prostituta. Los publicanos eran entonces “bons vivants”, sibaritas impenitentes que gozaban de la vida sin ocuparse del prójimo. Si el pasaje de Zaqueo no habla expresamente de pecadores o de prostitutas, la firme resolución de Zaqueo - Mira, Señor: voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes- muestra que, antes de ese instante preciso, Zaqueo debía vivir como cualquier viejo egoísta que se respete.

El encuentro y sus frutos

El pequeño Zaqueo representa a cada uno de nosotros, dividido entre la búsqueda de un bienestar terreno y esa atracción, a la vez misteriosa y profunda, hacia Aquel que Es. Como Zaqueo, somos demasiado pequeños para ver a Jesús, pero el deseo confuso de ese encuentro nos da alas -entonces corrió hacia adelante y saltó sobre un sicomoro * El evangelista Lucas, fiel a sí mismo, nos gratifica una vez más con uno de esos pequeños detalles cuyo secreto posee y que, bajo un aspecto anodino, dejan entrever algo que no tiene nada de anodino. Entonces, ¿por qué un sicomoro? ¿Por qué Lucas no es más general en su redacción escribiendo simplemente que Zaqueo subió a un árbol? El evangelista ve en esta precisión un sentido particular que viene a enriquecer el relato. El sicomoro es una especie de higuera salvaje. Su fruto se parece al higo pero no es comestible más que mediante un tratamiento especial. Lo que Lucas quiere decirnos es que el sicomoro que produce frutos no comestibles es Zaqueo, publicano impenitente antes de su encuentro con el Salvador. Jesús, el Salvador, es aquel que da el tratamiento especial, tratamiento que volverá “comestible” el fruto del “sicomoro”. para ver a Jesús-. Ahora bien, la gracia nos precede siempre. Nos eleva por encima de nuestra mediocridad para que pueda tener lugar el deseado encuentro. Pero no es en el árbol donde se da el encuentro. Misterio del don de Dios, no es Zaqueo quien sube hacia Jesús, sino Jesús quien baja a su casa, a su corazón, a su alma. Ese es el plan de salvación divina para la vida de todo hombre. Es lo que corresponde a toda conversión cristiana. No consiste en una tensión de nuestras fuerzas irrisorias en busca de la divinidad, sino en una acogida confiada de esta venida discreta y satisfactoria de Dios a nuestra vida.

ZaqueoEl encuentro entre el pequeño Zaqueo y su Dios no termina con el goce de un contacto íntimo, incluso si éste existe de verdad, sino que se pone de manifiesto en todas las dimensiones de la vida de aquel que ha encontrado a Dios. De repente, consciente de la riqueza que Dios ha venido a depositar en su corazón, Zaqueo se vuelve hacia sus hermanos para compartirla: “Mira, Señor: voy a dar a los pobres la mitad de mis bienes”. Y tomando conciencia de sus faltas y de su pequeñez Zaqueo quiere reparar los errores que ha podido cometer: “y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces más”.

Jesús se regocija con esta conversión, pues también éste es hijo de Abraham. Sin embargo, aunque esta búsqueda de lo divino que realiza Zaqueo (alguien muy rico) se parece extrañamente a la de un joven rico que interroga a Jesús: Maestro, ¿qué buenas acciones debería hacer yo para poseer vida eterna? (Mt 19, 16), el texto evangélico no nos indica que Zaqueo haya vendido todos sus bienes para darlos a los pobres y se haya puesto a seguir a Jesús. Sin embargo, eso es lo que pide Jesús al joven rico: “Si quieres ser perfecto, anda, vende todos tus bienes y dáselos a los pobres, que así tendrás un tesoro en los cielos; ven luego y sígueme” (Mt 19, 21). En lo concerniente a Zaqueo, la ausencia de este tipo de conclusión nos permite pensar que Zaqueo siguió su deber de estado, el de recaudador de impuestos, pero modificando completamente su forma de ser y su forma de vivir. Esto significa entonces que si Jesús llama a todo hombre a que lo siga, no invita a cada uno a seguirlo de la misma manera. Del mismo modo, no espera de cada uno de nosotros “resultados” idénticos en el plano humano, sino un espíritu conforme al Suyo. La parábola de los talentos (Mt 25, 14-30) es particularmente elocuente al respecto. Cuando el amo se va confía sus bienes a sus sirvientes. A uno le entregó cinco talentos, al otro dos, y al tercero uno, a cada cual según su capacidad. Ninguno recibió entonces lo mismo que los otros, sino cada cual según su capacidad. Podríamos traducir: a cada cual según su estado de vida; para el monje y para el padre de familia, por ejemplo, será diferente. Ahora bien, gracias a la identidad de la formulación utilizada por el amo a su regreso, podemos constatar que la alegría de éste es absolutamente la misma hacia el sirviente que ha ganado cinco nuevos talentos como hacia aquel que no ha ganado más que dos: “¡Muy bien, criado bueno y fiel! En lo poco fuiste fiel, te pondré a cargo de lo mucho: entra en el festín de tu señor” (Mt 25, 21 y 23). El amo no espera entonces de cada hombre las mismas formas de vida (si todos los habitantes del planeta decidieran, de golpe, ser monjes o monjas contemplativas, es fácil imaginar el caos que esto produciría), sino un espíritu animando la vida de cada uno que sea, en todos los casos, conforme al Suyo. Podemos recordar aquí lo que hemos podido abordar en el capítulo precedente, a saber: que la vocación primera y fundamental que el Padre ofrece en Jesucristo por mediación del Espíritu Santo a cada laico es la vocación a la santidad, es decir, a la perfección de la caridad. Así, se sea rico o pobre, sano o enfermo, príncipe de este mundo o modesto individuo, desbordado de trabajo o desempleado, lo que debamos decir, lo que debamos hacer, que sea siempre en nombre del Señor Jesucristo, ofreciendo a través de Él nuestra acción de gracia a Dios Padre. En pocas palabras, y a riesgo de repetir lo ya dicho, lo que el Señor espera de nosotros es que seamos santos.

Parabole des talents

El santo conquista a Dios y a su Reino siguiendo fielmente la Ley divina, aquella que dio Dios en el Sinaí. Cristo nos dice que ha venido a cumplir, y no a abolir, esta Ley (Mt 5, 17) * Encontramos en san Mateo una exposición del espíritu nuevo del Reino de Dios (capítulos 5 al 7) desarrollada en cinco temas principales. 1. Qué espíritu debe animar a los hijos del Reino (5, 3-48); 2. En qué espíritu deben “perfeccionar” las leyes y las prácticas del judaísmo (6, 1-18); 3. El desapego a las riquezas (6, 19-34); 4. Las relaciones con el prójimo (7, 1-12); 5. Entrar en el Reino por medio de una opción decidida y que se traduzca a través de obras (7, 13-27).. Nos ofrece numerosas explicaciones sobre esta Ley divina a fin de ayudarnos a vivirla mejor, a compartirla mejor. Entre esas explicaciones encontramos las bienaventuranzas.

Las bienaventuranzas

Las bienaventuranzas (Mt 5, 1-12) aparecen como un condensado del pensamiento del Señor. Esta palabra, más que ninguna otra, supone una adhesión total, una intensa comunión con la voluntad del Padre. Este mensaje de bienaventuranza no soporta las avenencias, ¡se anuncia! Y aquel que lo escucha no tiene que negociarlo: lo acepta o lo rechaza. Efectivamente, su contenido es menos moral que espiritual. El Señor no nos propone una opción. Indica el camino, el único camino de la dicha. Y no de la dicha en la tierra, que es frágil y volátil, sino de la bienaventuranza. Se llama bienaventuranza a esta participación de la gloria de Dios en el cielo que es el contenido de la virtud de la esperanza. Esta beatitud, o dicha eterna, puede vivirse ya en la tierra. Es dada a aquellos que viven una u otra de las nueve vías propuestas que hay que pedirle a Dios que nos conceda. Son las vías de la pobreza, de la dulzura, de la compasión, de la obediencia, de la misericordia, de la pureza, de la paz, de la persecución, de la paciencia. A cada uno se nos propone vivir por lo menos una, según nuestro carisma. Debemos penetrar en ella, regocijarnos, buscar, más allá de la dicha terrena, la dicha revelada: estar en armonía con Cristo y con el Padre. * Según una homilía de Fernand Dumont (comunidad del León de Judea), escrita para el misal Effathá, 4ª semana del tiempo ordinario, Domingo A., Le Sarment/FAYARD, 1988, p. 1008.

Nos detendremos en la primera bienaventuranza, frecuentemente mal comprendida, en la que el Señor nos promete el Reino de los cielos: “Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos será el Reino de los cielos” (Mt 5, 3).

Bienaventurados los pobres de espíritu

Jésus enseigneUna lectura orientada (o desorientada) consistiría en utilizar esta frase del evangelio, asociada a algunas otras, para llegar a la alternativa errónea de que sólo los pobres (entendamos la pobreza material) tendrán acceso al Reino de los cielos. Los ricos, por su parte, están forzosamente condenados a las llamas del infierno. Otra lectura “orientada” traduciría “pobre de espíritu”  por estúpido, o incluso por idiota inofensivo. Una tercera más traduciría “pobre de espíritu” por bribonería y malignidad. En fin, una última confundiría espíritu e inteligencia o pensamiento.

Ahora bien, el espíritu está muy por encima de la inteligencia * Líneas tomadas de Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999.vol. 3, cap 170.. Es el rey de todo lo que está en nosotros. Todas las cualidades físicas y morales son para este rey sujetos y sirvientes. Así sucede en todos los hombres filialmente devotos a Dios que saben conservar las cosas en su justo sitio. Ahí donde, por el contrario, la filiación no es devota, sobrevienen entonces las idolatrías, y los sirvientes se vuelven reyes destronando así al espíritu rey. Es entonces la anarquía la que produce la ruina, como todas las anarquías.

La pobreza de espíritu consiste en esa libertad soberana con respecto de todas las cosas que hacen las delicias del hombre. El pobre de espíritu ya no es esclavo de las riquezas:

Todas las gracias que Dios nos concede son amor. Nos son dadas por amor. Es con amor como debemos usar esas riquezas de afectos y bienes que Dios nos concede. Y sólo aquél que no los convierte en ídolos, sino en medios para servir a Dios en la santidad, muestra que no siente apego culpable hacia esos bienes. Practica así la santa pobreza de espíritu que se despoja de todo para ser más libre en la conquista de Dios Santo, Suprema Riqueza. Conquistar a Dios significa poseer el Reino de los Cielos.

La pobreza de espíritu abre la vía a las otras bienaventuranzas

Jésus enseigneJesús comienza su discurso en la montaña con la bienaventuranza de la pobreza. No es una casualidad que esta bienaventuranza sea la primera en el orden de enumeración. Como dice san Ambrosio, la virtud de la pobreza es como el fundamento y la fuente de las otras bienaventuranzas. Primera en el orden de las virtudes, es la madre y la generadora de las otras virtudes. Lo explica con estas razones: Aquel que desprecia las cosas temporales merece las eternas. No adquirirá la posesión del Reino de los Cielos quien, abrumado bajo el peso de la codicia del siglo, no tenga la fuerza de salir adelante, de emerger. Por eso Cristo no duda en formular esta temible advertencia metafórica tras la partida del joven rico: “Os lo aseguro: un rico difícilmente entrará en el reino de los cielos. Os lo vuelvo a decir: más fácil es que un camello entre por el ojo de una aguja que un rico en el reino de Dios” (Mt 19, 23-24).

Esta libertad del pobre de espíritu ante la esclavitud del dinero, libertad necesaria para adquirir el reino de los Cielos, requiere de grandes virtudes. Retendremos tres:

He aquí las diversas formas de esa pobreza espiritual que Cristo dijo que con justicia poseerá los Cielos. Vemos que consiste en poner a sus pies todas las riquezas de la vida humana para poseer las riquezas eternas. Esto, nuestro pequeño Zaqueo lo había comprendido. Esto, Francisco de Asís lo ha comprendido. Adivinamos ya la inevitable conclusión: me toca a mí comprenderlo hoy.

EL POVERELLO

Cada santo posee “su” característica. Los contemporáneos de Francisco, así como la posteridad, no se equivocaron. Lo nombraron el Poverello, el pobre.

Un hecho bien conocido de la vida de Francisco nos permitirá “probar” sus primeros pasos hacia aquella que él nombrase Señora pobreza.

La esposa más bella y la más noble

François en prisonEste episodio se sitúa en el tercer año de su conversión. Este momento se da tras un largo año de cautiverio de Francisco en Perugia y otro largo año de enfermedad. Después de esto Francisco emprende múltiples e incoherentes proyectos, siendo el más famoso el de la locura de la cruzada, terminada en Espoleto al día siguiente de su partida. Francisco, ya cambiado en su corazón, pero todavía débil e irresoluto, ignora aún su camino. Sus compañeros, poco atentos al misticismo, intentan atraerlo hacia los ruidosos placeres de antaño. * Parte de este análisis y los comentarios que contienen estas líneas están tomados del libro de Valentín Breton, ofm, La pauvreté, Ediciones Franciscanas, 1959. El texto ha sido modificado por las necesidades de la puesta en forma.

Se deja embaucar una vez más; organiza una fiesta en la que es, como de costumbre, el proveedor y el rey. Celano, que parece hablar de recuerdos, cuenta que sus convidados comieron y bebieron más de la cuenta. Sus modales, sus palabras, su grosera alegría inspiraron a Francisco un sentimiento de repulsión ante esas diversiones. François d'assise la jeunesseAl salir del banquete, la tropa de graciosos bajó por los empinados callejones de la ciudad asisense, cantando, alborotando, excitando a los perros, interpelando a los escasos transeúntes, despertando a los ciudadanos dormidos; Francisco “cierra el cortejo” con su burlesco cetro en mano. Pero, poco a poco, Francisco se distancia. Levantando los ojos percibe, entre las casas pegadas unas a otras, una pequeña parte del cielo estrellado de Umbría. ¡Qué bello es! ¡Qué límpido! Y a medida que las risas de sus compañeros se alejan, el silencio de la noche lo envuelve en su manto. Su alma se hace sorda a los ruidos y su corazón de pone a cantar alabanzas al Señor. La dulzura divina lo inunda, tan poderosa que es incapaz de decir una palabra, de dar un paso. Su alma es elevada con tal ímpetu hacia las realidades invisibles que comienza a despreciar todo lo terrestre como algo frívolo y carente de valor. ¿Cuánto tiempo permanece así, fijado en su contemplación? Una buena palmada en la espalda, acompañada de una exclamación, lo regresa de golpe a la realidad: “¡Eh, Francesco! ¿De casualidad no estarás enamorado, para soñar así? ¿Estás pensando en conseguir esposa?” La pregunta suscita grandes carcajadas. Efectivamente, sus compañeros, al no ver a Francisco, volvieron en su busca. Ahora lo rodean, tan ruidosos como antes. Francisco, sorprendido, abre los ojos de par en par, sonríe y exclama en el mismo tono: “¡Sí! ¡La amo, la amo, la amo, a tal punto que no podéis imaginarlo! En verdad os digo: la desposaré tan bella y tan noble como nunca se haya visto!”. Nuevas carcajadas saludan esta declaración, tan conforme a todo lo que podía decir Francisco. Se fueron juntos hasta la piazzetta * En italiano en el original (N. del T.), donde se despidieron los unos de los otros.

François d'assise en extaseFrancisco acabará por dar un nombre a esta esposa tan bella y tan noble que vio aparecer en la noche clara: Señora Pobreza. Se aferrará a ella y le será fiel durante toda su vida. Invitará a todos sus hermanos a hacer lo mismo, como testimonia su Testamento de Siena: en abril o mayo de 1226, es decir seis meses antes de su muerte, Francisco vomita sangre de forma tan abundante que se le cree próximo a morir. Los hermanos le piden su bendición y la expresión de su última voluntad. Entonces hace venir al hermano Benito y le dice: “(…) bendigo a todos mis hermanos (…) Como, a causa de la debilidad y el dolor de la enfermedad, no me encuentro con fuerzas para hablar, declaro brevemente mi voluntad a mis hermanos en estas tres palabras: (…) que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la observen” (TestS 1-4). Pero no nos engañemos. Francisco no es más teórico que dialéctico. Lo que lo impulsará a “desposarse” con la Señora Pobreza no es un amor filosófico-teórico-ascético: la pobreza a todo precio, toda la pobreza, nada más que la pobreza y todo por la pobreza. ¡No! Para Francisco, la pobreza no es un fin en sí mismo. Simplemente, vio a Jesucristo pobre, enseñando la pobreza y Lo siguió. Amó a Cristo. Deseó volverse parecido a Él. Vivió como pobre, exhortó a su raza a vivir en la pobreza y de la pobreza. La pobreza, establecida por Dios como “Reina y Señora” se convirtió en la esposa de Cristo que “por nosotros se hizo pobre, siendo rico, para que vosotros fuerais enriquecidos con su pobreza” (2 Cor 8, 9). La pobreza es entonces mediadora de la salvación y es para formar parte de esta salvación que Francisco y sus compañeros establecieron una alianza con ella y le hicieron un juramento de fidelidad.

El pobre ante Dios

El éxtasis de Francisco le reveló una verdad que todos conocemos pero a la que, como la mayoría de los hombres, somos indiferentes. Francisco lo había sido hasta ese instante. Pero la gracia del Señor lo “trabaja”. Lo conduce a plantearse estas preguntas: ¿Quién eres tú, Señor? ¿Y yo, quién soy? Y, sin más discusión, comprende:

Francisco toma consciencia de su esencial y absoluta dependencia de Dios y, en consecuencia, de su absoluta indigencia. Nosotros mismos vivimos como si estimásemos poseer nuestro ser, nuestro cuerpo, nuestra alma, nuestro espíritu y sus facultades, con total propiedad e independencia. Nos servimos de ellos, los gozamos, abusamos de ellos con maestría. Nos sentimos nuestros amos. Vivimos, actuamos, nos movemos y nos meneamos, vamos y venimos, pensamos y hablamos libremente, y tenemos derecho a ello. Tenemos razón: nuestra autonomía no es ilusoria, es real. Sin embargo, es un don de Dios. Él nos ha dado nosotros mismos a nosotros mismos. Pero al darnos así autoridad sobre nosotros, creándonos amos de nosotros, libres y responsables, no ha podido alienar su propio derecho sobre nosotros. Si no ha podido hacerlo, no es por impotencia (o incluso por avaricia) de su parte, sino por incapacidad de la nuestra. Es en Él y por Él, es gracias a su inmanencia en nosotros, a su activa y perpetua presencia en nosotros, como causa de nuestro ser y de nuestra acción, que vivimos, que obramos y que somos. Desafortunadamente, no solemos pensar que nuestra dependencia de Dios es la raíz o la fuente de nuestro ser.

Francisco, por su parte, desde que lo comprendió aceptó con alegría su condición de criatura. Lo hizo su título de honor. Descubriendo su dependencia, aceptando su indigencia, profesando su pobreza, Francisco descubrió y reconoció la fraternidad universal de los seres. Como él y con él, los hombres reciben de Dios Padre el ser, el movimiento y la vida, en limosna a su pobreza esencial. También invita a todos los hombres, y no solamente a sus hermanos, a no enorgullecerse de los dones de Dios sino a poner su orgullo en la cruz del Señor Jesucristo quien, a pesar de ser tan rico, se hizo indigente a causa nuestra, para que de su indigencia nosotros nos enriqueciéramos:

Considera, ¡oh, hombre!, cuánto te ha encumbrado el Señor Dios, pues te creó y formó a imagen de su amado Hijo según el cuerpo y a semejanza suya según el espíritu (…)
Pues, aunque fueras tan sutil y sabio que tuvieras toda la ciencia y supieras interpretar toda clase de lenguas y escudriñar sutilmente las cosas celestiales, de nada de ello puedes gloriarte (…)
Asimismo, aunque fueras el más hermoso y más rico de todos los hombres, e hicieras maravillas tales como poner en fuga a los demonios, todas estas cosas te son contraproducentes, ninguna de ellas te pertenece y de ninguna de ellas puedes gloriarte. En esto, sin embargo, sí podemos gloriarnos: en nuestras flaquezas (2 Cor 12, 5) y en llevar diariamente a cuestas la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo.
* Adm 5. El tema de esta admonición será retomado, de forma más lírica y dramática, por el mismo san Francisco en la célebre puesta en escena de la Alegría Perfecta (Flor 8). Este capítulo, tan apreciado y tan poco comprendido, pues por lo general no se ve en él más que una deliciosa página literaria, es en realidad una enorme lección de amor de la cruz y un reconocimiento de nuestra absoluta dependencia de Dios, de quien recibimos todo (P. Gratien, Saint François d’Assise, sa personnalité, sa spiritualité, O.M., París, 1928, pp. 81-82. Versión castellana: P. Gratien, San Francisco de Asís, su personalidad, su espiritualidad, Bruno del Amo Editor, Madrid, 1932).

El pobre ante los hombres

Evoquemos entonces la escena que se desarrolla el 16 de abril de 1207 en la sala de audiencia del obispado. Francisco es citado por su padre, Pedro Bernardone, a comparecer ante el obispo Guido para responder de su conducta, de sus prodigalidades y poner fin a lo que Pedro Bernardone califica de locura. Hasta entonces, Pedro Bernardone asumía sin vacilar los locos gastos de su hijo, mientras estuviesen orientados hacia una gloria terrena que pudiese repercutir sobre la familia. Pietro BernadonePero dar dinero a los pobres, sustraer los bienes familiares para restaurar una capilla, ¡eso no! ¡Jamás! ¡Es demasiado! Pedro Bernardone espera que este proceso haga que Francisco recobre la razón o, por lo menos, que le devuelva el dinero que le ha robado. Ahora bien, el desarrollo del proceso no se da verdaderamente como lo hubiese deseado. Tras el alegato de su padre, Francisco deposita a sus pies no sólo el dinero tomado para reparar la capilla, sino también toda la ropa que lleva encima. Así, completamente desvestido, exclama con voz fuerte: “Hasta ahora he llamado padre a Pedro Bernardone; hoy, renuncio a todos sus bienes. De ahora en adelante ya no diré: mi padre Pedro Bernardone sino ¡Padre Nuestro que estás en los Cielos!”. El acto no es sólo simbólico. Al actuar así, Francisco renuncia públicamente a toda la herencia familiar. Se apresura a poner en práctica la doctrina que ha recibido de Dios. Ahora que conocemos un poco a Francisco de Asís, casi podemos decir que nos esperábamos este gesto. Pero el desenlace del drama nos enseña el instrumento por medio del cual Dios “salda la deuda” que libremente ha contraído con su criatura. Ante el gesto de renuncia total de Francisco, el obispo Guido desciende de su trono, cubre al joven desnudo con su capa y lo toma bajo la protección de la Iglesia. Finalmente, Dios salda su deuda hacia el pobre por medio de la compasión y la caridad del prójimo: “La porción de mi herencia y de mi copa eres tú, oh Señor: tú eres el que cuida de mis suertes” (Sal 15, 5). El gesto de Francisco es sacramentalmente reproducido por todos aquellos que, en el orden eclesiástico o monástico, renuncian al mundo para entregarse a Dios; el versículo del salmo consignado líneas arriba es recitado precisamente como la expresión de las promesas recíprocas de Dios y de aquellos que se dedican a su servicio. El gesto del obispo Guido de Asís, litúrgico en el rito de la admisión de los clérigos a la herencia del Señor, fue en realidad profético respecto de Francisco y de su raza. François d'assise le dépouillement devant l'évêquePresagiaba y simbolizaba el socorro que la Iglesia concede a su servidor y a su triple posteridad desde hace ocho siglos. Pero ante todo afirmaba claramente que Dios honró su palabra y la confianza del pobre por la compasión y la caridad del prójimo.

Dios delega así su solicitud hacia el pobre a otros hombres a quienes, también, desde esta perspectiva, concede la posesión y la administración de bienes terrenos. Pues los bienes terrestres, sea cual sea su naturaleza, ¿no han sido acaso creados por Él y distribuidos a cada uno según su voluntad? A algunos les ha concedido la abundancia y lo superfluo; a otros, la holgura y el desahogo; a otros más, que también son sus hijos (y hermanos de todos los otros), ¿la indigencia, la carestía, incluso la miseria…? Al conceder a algunos, como un privilegio, el disfrute y la propiedad de bienes que no dejan de pertenecerle (pues, ¿quién puede decirse propietario de un pedazo de la tierra?), ¿pierde el poder de gravarlos, a favor de aquellos desposeídos, de un “impuesto”, de una “tasa”, de un “usufructo” que podría denominarse derecho a regalía o impuesto del pobre…? Y los poseedores que rehúsan o descuidan el cumplimiento de esta carga, el desgravar sus fondos de la hipoteca consentida por su divino Autor en beneficio del pobre, ¿no comenten acaso una doble falta, falta de justicia hacia Dios, y falta de caridad y de justicia hacia sus causahabientes, los indigentes? Sabiendo esto se comprenden mejor las numerosas amenazas bíblicas hacia los ricos de corazón duro (Job 20, 19; 27, 8; Prov 23, 4; 28, 8; Is 5, 8; 39, 9; Jr 15, 13; Lc 6, 24; 16, 19…). Por el contrario, ningún derecho real es conferido al pobre sobre los bienes del rico. El pobre no tiene ningún título que hacer valer ante la justicia; no puede solicitar la benevolencia, implorar la piedad del mandatario de Dios como un beneficio gratuito. Es de manera hiperbólica como se puede decir que reclama caridad. Así se diferencia la enseñanza de Cristo de las injustas pretensiones del comunismo. La legitimidad de la propiedad privada no es motivo de discusión. Dios reconoce a cada uno el derecho de gozar apaciblemente del fruto de su trabajo o de su industria, y de transmitirlo a sus hijos. Si grava los bienes del rico con el impuesto del pobre es a favor de uno y otro, y no por odio a nadie. El rico es su hijo tanto como el pobre. Realmente quiere aliviar la inevitable miseria y no cambiarla de titular por medio de una violenta usurpación de los bienes adquiridos.

Estas realidades van a conducir a Francisco a aconsejar, a advertir, a recomendar a sus hermanos actitudes de pobre ante los hombres. Ya que ningún derecho ha sido concedido al pobre sobre los bienes del rico, el pobre sigue siendo dependiente de aquel que subviene a sus necesidades y alivia su indigencia. Y esta dependencia impone también su actitud hacia él. El pobre tiene necesidad de todo y ante todos debe ser fácil, complaciente, pacífico y humilde. Francisco escribirá en su regla: “Aconsejo, también, amonesto y exhorto a mis hermanos en el Señor Jesucristo, a que, cuando van por el mundo, no litiguen ni se enfrenten a nadie de palabra, ni juzguen a otros, sino sean apacibles, pacíficos y mesurados, mansos y humildes, hablando a todos honestamente, según conviene” (2R 3, 10-11). Les frères mineurs aident leurs prochainsSeñalemos de paso que Francisco no propone a sus hermanos la condescendencia como actitud. Condescender es el gesto de un personaje que se rebaja hacia algo más bajo que sí mismo. El pobre, por su parte, no está en condiciones de rebajarse, pues ya está más abajo que aquel que lo solicita. Esta voluntad que tiene Francisco de encontrarse, tanto él como sus hermanos, en lo más bajo de la escala social, pobres entre los pobres, va a conducirlo a escoger un nombre para la fraternidad que designe esta situación de dependencia. Un día en que se leía la Regla interrumpió la lectura en el pasaje donde está escrito que sean menores y dijo: “Quiero que esta fraternidad se llame Orden de Hermanos Menores” (1C 38). Y de hecho, eran menores, sumisos a todos (Test 19). Buscaban el último lugar y el empleo despreciado que podría valerles alguna afrenta, es decir, una situación de empleo vuelta difícil por las exigencias del empleo mismo o la brutalidad de las intemperies, incluso por el rigor tiránico del patrón. Francisco veía también en esta dependencia extrema una oportunidad de gracia para aquellos que concedían limosnas; decía a sus hermanos (2 C 71): “Id, porque los hermanos menores han sido dados al mundo en esta última hora para que los elegidos les provean a ellos, de suerte que el juez los avale, diciendo: Cuantas veces hicisteis eso a uno de estos mis hermanos menores, a mi me lo hicisteis” * Mt 25, 40 y 45. Los dos versículos han sido fundidos en uno solo por san Francisco, que ha reemplazado las palabras “a los más pequeños de entre los míos” (versículo 40) por las del versículo 45, donde el comparativo minoribus permite una aplicación literal a los Hermanos Menores..

El pobre de cara a sí mismo

San Pablo escribe a los gálatas: “Pues si alguno cree que es algo, no siendo nada, se engaña a sí mismo” (Gál 6, 3). ¡Pues sí! Puedo honrar a Dios, alabarlo, obedecerlo, pero que no sea por su gloria tan pura y su dignidad infinita, sino porque es el único e irremplazable medio de obtener mi perfección y de alcanzar mi bienaventuranza. Nos es raro que nos guste menos la verdad que el partido que se ha tomado por ella, es decir sí mismo. Igualmente, puedo dedicarme al servicio del prójimo, aceptar sin chistar sus injurias y sus reproches, pero por el propósito secreto que busca, en la paciencia y el servicio, el medio de ser estimado, admirado, escuchado y, finalmente, dominar al otro. En fin, puedo llevar a cabo actos de este mundo por singularidad, por superstición, por búsqueda de gloria vana. Hay muchos, dice san Gregorio, que afligen su cuerpo por medio de la abstinencia pero que pretenden, por medio de su austeridad, los favores humanos * Homilía 12.. San Agustín condena también ciertos ascetas que, por la sordidez de su indumentaria, intentan captar la admiración y las limosnas del pueblo. Los Padres, pues, no han ignorado este instinto de la naturaleza que se busca y se rehace a sí misma en toda buena obra y bajo su protección. Tal vez, nos dice todavía san Gregorio, no hace falta que el hombre tenga necesidad de hacer un esfuerzo desmesurado para abandonar sus bienes; pero abandonarse a sí mismo exige una inmensa labor. Es poco renunciar a lo que se tiene, mientras que renunciar a sí mismo es muy grande. Es la amargura más amarga. Ahora bien, sólo la pobreza de sí en sí da a toda otra pobreza su verdadero valor. “Pues, ¿quién te distingue sobre los demás? prosigue san Pablo. ¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué presumes como si no lo hubieras recibido? (1 Cor 4, 7). Cristo hace de este renunciamiento el paso preliminar indispensable para seguirlo: “El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, cargue cada día con su cruz y sígame. Pues quien quiera poner a salvo su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí, la pondrá a salvo” (Lc 9, 23-24). Renunciar a sí mismo. No retengamos más que estas palabras, pues nos dicen todo. No se trata entonces únicamente de renunciar a lo que se tiene, pues esto no es aún la caridad o la pobreza. Es necesario renunciar a lo que se es, para ser Jesús. Renunciar a sí mismo, es renunciar a vivir su propia vida para dejar a Jesús vivirla en nosotros en lugar nuestro. Ser cristiano es no ser más yo quien vive, sino Cristo que vive en mí.

Jésus agit en chacun de nous

Comprendemos, pues, que esta pobreza de sí mismo reenvía a la pobreza ante Dios evocada anteriormente. De este modo, terminaremos este pasaje consagrado a Francisco sobre el tema refiriendo algunas de sus admoniciones, las cuáles nos mostrarán cuán pobre de nosotros mismos hay que ser.

El mal de la apropiación de la voluntad (adm 2)

El Señor dijo a Adán: Come de todos los árboles, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas.

Podía comer de todos los árboles del paraíso, porque, mientras no faltó a la obediencia, no pecó. Come, en efecto, del árbol de la ciencia del bien, el que se apropia su voluntad y se enaltece del bien que el Señor dice o hace en él; y de esta manera, por la sugestión del diablo y la transgresión del mandato, lo que comió se convirtió en fruto de la ciencia del mal. Por eso es preciso que cargue con la pena.

Cómo conocer el espíritu del Señor (adm 12)

En esto puede conocer el siervo de Dios si tiene el espíritu del Señor: si, cuando el Señor obra por medio de él algo bueno, no por ello se enaltece su carne, que siempre es opuesta a todo lo bueno, sino, más bien, se ve a sí mismo más vil y se estima menor que todos los demás hombres.

La pobreza de espíritu (adm 14)

Dichosos los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Hay muchos que, entregados constantemente a la oración y las devociones, hacen muchas abstinencias y mortificaciones corporales, pero por una sola palabra que parece ser injuriosa para su propio yo o por cualquier cosa que se les quita, se escandalizan enseguida y se alteran. Estos tales no son pobres de espíritu, porque quien es de verdad pobre de espíritu se odia a sí mismo y ama a los que le pegan en la mejilla.

De la desapropiación interior (adm 18)

Dichoso el siervo que restituye todos los Bienes al Señor Dios, porque el que se reserva algo para sí, esconde en sí mismo el dinero de su Señor Dios, y lo que creía tener se le quitará.

La verdadera humildad (adm 19)

Dichoso el siervo que no se tiene por mejor cuando es engrandecido y ensalzado por los hombres, que cuando es tenido por vil, simple y despreciable, porque cuanto es el hombre ante Dios, tanto es y no más.

¡Ay de aquel religioso que ha sido colocado en lo alto por los demás y no quiere bajar por su voluntad! Y dichoso aquel siervo que no es colocado en lo alto por su voluntad y siempre desea estar a los pies de los demás.

DESPRENDERSE DE LAS RIQUEZAS PARA SERVIR MEJOR A CRISTO

Artículo 11

Cristo, confiado en el Padre, aun apreciando atenta y amorosamente las realidades creadas, eligió para Sí y para su Madre una vida pobre y humilde * 2CtaF 5.; del mismo modo, los Franciscanos seglares han de buscar en EL DESAPEGO Y EN EL USO, UNA JUSTA RELACIÓN CON LOS BIENES TERRENOS, simplificando las propias exigencias materiales; sean conscientes, en conformidad con el Evangelio, de ser administradores de los bienes recibidos, en favor de los hijos de Dios. Así, en el espíritu de las Bienaventuranzas, esfuércense en purificar el corazón de TODA TENDENCIA Y DESEO DE POSESIÓN Y DE DOMINIO, como "peregrinos y forasteros" en el camino hacia la casa del Padre. * Rom 8, 27 ; Concilio Ecuménico Vaticano II, Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium 7, 4.

La lectura de este artículo 11 puede sorprender. Se habla primero de Cristo y de su Madre, quienes vivieron una vida pobre y humilde. Como consecuencia de esta acta de pobreza, se pide a los hermanos y hermanas de la Orden Franciscana Seglar, no el hacer voto de pobreza (como pueden hacerlo los hermanos menores o las hermanas de Clara de Asís), sino ¡¿1) buscar en el desapego y en el uso, una justa relación con los bienes terrenos y 2) purificar el corazón de toda tendencia y deseo de posesión y de dominio!? Del mismo modo, en los diferentes pasajes que seguirán, buscaremos sobre todo explicar y comprender este aparente anacronismo, pero no antes de haber respondido a la siguiente pregunta: pero entonces, ¿qué es la pobreza?

Pero entonces, ¿qué es la pobreza?

La pobreza es el estado de aquel que no puede procurarse los recursos necesarios para la vida material. Se concibe que la necesidad pueda ser más o menos sentida, la carencia más o menos imperiosa, la dificultad de mantenerse más o menos insalvable; y, en consecuencia, que existen grados en la pobreza. Puede caracterizárseles en pocas palabras:

  • la pobreza supone la ausencia de comodidades usuales, a veces la escasez y la inseguridad ante el día de mañana. Cristo vivió esta pobreza en la parte de su vida oculta en Nazaret;
La crèche
Jésus reçoit
  • la indigencia conlleva privaciones por falta de lo necesario. Cristo, nacido en la indigencia más completa, se hace luego indigente cuando entra en su misión salvadora. Acepta entonces de carecer de lo necesario. Se hace indigente. Habría caído en la miseria si no hubiese sido por la caridad de las mujeres que lo seguían. No evitaba la privación más que aceptando la dependencia que conlleva este estado;
  • la miseria carece de todo, es la inopia. Cristo y su Madre conocieron la miseria, esa ausencia total de todo, en el Gólgota.
Jésus le Golgotha

El carácter común de los tres estados de la pobreza es la privación, que es experimentar una necesidad por cosas cada vez más numerosas y necesarias. Pero como el pobre no puede proveerlas por sí mismo se ve forzado, para no sufrir en exceso o incluso sucumbir, a recurrir a la ayuda del prójimo; cae así en la dependencia del que lo socorre. Así como la privación invita a la paciencia o al aguante, la dependencia predica la humildad, la sujeción, la obediencia. Ahora bien, es gracias a esta “generación de virtudes” como la pobreza puede adquirir un valor santificador; pues, por sí mismas, la privación empujada hasta la inopia y la dependencia hasta la esclavitud, no hacen al hombre agradable a Dios. Pueden incluso hacerlo culpable si engendran, en lugar de virtudes, vicios tales como envidias, enfados u odios. No es la pobreza material lo que Jesús ha beatificado, sino la pobreza de espíritu o de deseo, el amor a la pobreza.

De la misma manera en que hemos distinguido, desde un punto de vista económico y humano, tres grados de necesidad, distinguiremos, desde un punto de vista ascético y divino, tres tipos de pobrezas según el deseo y el espíritu:

  • la pobreza material es la de los indigentes; no tiene, en sí, valor moral. Puede ser un obstáculo a la salvación y a la perfección, ya sea voluntario si el pobre se entrega deliberadamente a la envidia, a la irritación o a la blasfemia; ya sea involuntario, porque el pobre carecerá de tiempo libre para rezar, para instruirse, para practicar las virtudes. Es en este último sentido que se dice que la honestidad de la condición es necesaria a la vida espiritual. Santificada por la pobreza de espíritu, la pobreza material se vuelve meritoria.
Un mendiant
Un frère mineur
  • La pobreza literal, que se denomina evangélica, es la pobreza consagrada de los religiosos. Consiste en la abdicación voluntaria de bienes de fortuna. Es buena y meritoria porque facilita la pobreza de espíritu. Es, respecto a la pobreza de espíritu, como el signo con respecto a la cosa significada, como el elemento sacramental con respecto a la gracia. Pero no vale más que por el espíritu de pobreza, como es justo.
  • La pobreza de espíritu o de deseo, la pobreza de amor que Jesús beatificó es la pobreza “afectiva” (de corazón, de voluntad) que debe valorizar la pobreza “efectiva” (la de las cosas) de los indigentes y de los religiosos. Posee el doble carácter de privación y de dependencia de la pobreza real. Privación pues, por medio de la limosna, el rico se priva: una limosna tomada de lo superfluo, una limosna que no priva ni incomoda a su donador no merece el nombre de obra espiritual * El Evangelio no nos precisa “cuánto hay que dar a los pobres”. No seamos ciegos por tanto, pues no hay más ciego que aquel que no quiere ver. El Evangelio nos indica a pesar de todo el máximo y el mínimo:El máximo cuando nos dice: “Anda, vende todos tus bienes y dáselos a los pobres, que así tendrás un tesoro en los cielos” (Mt 19, 21).El mínimo cuando nos interpela diciéndonos lo siguiente: “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios” (Lc 20, 25). “Un discípulo no está por encima del maestro, ni un esclavo por encima de su señor” (Mt 10, 24). “Os lo aseguro: todo lo que hicisteis con uno de estos hermanos más pequeños, conmigo lo hicisteis” (Mt 25, 40).Asi, si sé dar al César (César = el Estado, es decir un simple siervo con respecto a Dios) cada año un impuesto sobre la renta + un impuesto sobre inmuebles + una tasa de vivienda + una cuota televisiva + un impuesto sobre la fortuna +…, esto nos da el monto mínimo que hay que dar al Maestro (Maestro = el más pequeño de mis hermanos), pues el siervo (el Estado) no debe recibir más que el Maestro (Dios). Toca a cada uno encontrar, en función de su vocación, el monto justo de la limosna –que se debe dar en secreto- entre ese máximo y ese mínimo.. Dependencia pues, por medio del desapego del corazón, el rico se reconoce dependiente de Dios en la posesión y en el uso de su fortuna: es su intendente y su sustituto y dependiente del prójimo, al cual administra los intereses y sirve las necesidades.
Le rejet de l'autre

Hermanos Menores, Hermanas de Clara de Asís, laicos franciscanos. Tres vocaciones, un mismo llamado a la pobreza

Ahora estamos en medida de comprender, valiéndonos de estas definiciones y de todo lo que ha podido precisarse desde el principio de este capítulo, la reunión, aparentemente anacrónica, de la elección de Cristo para Sí y para su Madre de una vida pobre y humilde de la que trata el artículo 11 y, en consecuencia, de la búsqueda en el desapego y en el uso, de una justa relación con los bienes terrenos, a las que los laicos franciscanos son llamados. Todos estamos llamados a imitar a Cristo (y a su Madre) en su vida oculta, según nuestra condición. Estamos llamados y debemos imitarlo. Mientras que no nos está permitido ni es posible, sin un llamado especial de su Espíritu Santo, pretender seguirlo en su apostolado y su Pasión. Abandon des choses matèriellesCuando algunas personas casadas han querido abandonarlo todo para seguir a san Francisco de Asís, éste último les dijo: “¡Alto! Ya habéis adquirido compromisos en el mundo que no pueden ser rotos: matrimonio, paternidad o maternidad”. Francisco se puso entonces a reflexionar con mayor insistencia en el medio de conciliar estos dos preceptos, tan imperiosos el uno como el otro: el del deber que retiene al cristiano en el mundo y el llamado del Maestro que le pide salir para ir tras él, llevando su cruz. Este fue el origen de la Orden Franciscana Seglar.

La pobreza literal de la que se ha tratado líneas arriba no puede entonces ser vivida uniformemente por los religiosos(as) y los laicos franciscanos. Sin embargo, si esta pobreza literal distingue “exteriormente” los religiosos a los ojos del mundo, ni es erróneo ni audaz decir que los Hermanos Menores, las Hermanas de Clara de Asís y los laicos franciscanos viven una idéntica pobreza de espíritu a semejanza de Cristo y de su Madre, a semejanza de San Francisco y de Clara de Asís. Permítasenos recordar aquí los términos del primer artículo de nuestra Regla: En maneras y formas diversas, pero en recíproca comunión vital, todos ellos (los miembros de toda la familia franciscana) se proponen hacer presente el carisma del común Seráfico Padre, en la vida y en la misión de la Iglesia. Así, tanto para los Hermanos Menores como para las hermanas de Clara de Asís, el voto de pobreza (literal) será como el signo visible de la pobreza de espíritu que abre la vía del cielo, puesto que es esta última la que abre la vía del cielo. Para los laicos franciscanos, la significación de esta idéntica pobreza de espíritu se expresará por medio de un uso desprendido de las riquezas materiales que puedan poseer. Pero no se excluye el que los laicos franciscanos puedan eventualmente ser ricos y/o de condición social muy elevada. Recordemos que dos de tres santos patronos de la Orden Franciscana Seglar ocupaban, en vida, el más alto grado social de su país: san Luis, rey de Francia; santa Elizabeth de Hungría, reina. Pero los laicos franciscanos deben estar bien conscientes de que no son más que administradores, y no propietarios, de los bienes que han recibido por parte de Dios, y que los han recibido a favor de los hijos de Dios. Al escoger ser pobre y perseguido, Cristo arroja una luz sobrenatural sobre aquellos que son pobres y perseguidos como Él, una luz que hace amar a los pobres como si fuesen otros tantos Cristos. El rico se convierte entonces en intermediario de la Providencia. Tiene “la obligación de persuadir” de que Dios es Padre y que todos nosotros somos hermanos a través de un amor activo. El rico es entonces servidor de la Providencia. Es ese además el honor más grande que Dios concede a los ricos. El Reino de Dios se abre así a todos aquellos que aman a Dios y a su prójimo, pues no se accede al reino de Dios por medio de la fortuna de este mundo, sino por la justicia que está en la práctica de la Ley (el decálogo) y en el ejercicio del amor.

Dichoso el hombre que teme al Señor y tiene en sus mandatos su contento (…)

En su casa hay riqueza y abundancia, y su prosperidad subsiste para siempre.)

Es una luz para el justo en las tinieblas, el compasivo, clemente y bondadoso. Feliz el que se apiada y da prestado y el que rige su hacienda con justicia (…))

No tendrá que temer de malas nuevas: su corazón seguro confía en el Señor (…))

Generoso, hace dones a los pobres y su prosperidad permanece para siempre: su frente habrá de erguirse con honor. (Sal 111)

Pero la pobreza y la riqueza, ¿sólo pueden ser materiales?

Permítasenos responder a esta pregunta refiriendo primero un testimonio. Luego, descubriendo así diversas formas de pobreza, releeremos la historia de Noemí y de su hermosa hija Ruth, ejemplo edificante de la bondad del Señor que se expresa a través de sus hijos.

Route franciscaineEran los años cincuenta. El hermano Raymond (ofm) animaba un fin de semana de terciarios de san Francisco destinado a las parejas. El marco era un poco rústico; se habían montado tiendas de campaña en el linde del bosque para alojarse. El tema del encuentro era las bienaventuranzas. Tras algún tiempo de reflexión, el hermano Raymond envió a los participantes a meditar en el bosque, pero por parejas. Los invitó a reflexionar sobre la aplicación de las bienaventuranzas en su vida de pareja. “Tras esta reflexión en la intimidad, aquellos que lo deseen podrán aportar su testimonio a los otros participantes”, les suelta el hermano Raymond. Entonces una pareja de entre las demás se expresa de esta manera al regreso de la meditación: “como todo el mundo, nos fuimos a caminar en el bosque y, al cabo de unas decenas de metros, habíamos dado la vuelta al problema, según pensábamos. No éramos ni pobres, ni perseguidos, ni estábamos afligidos, ni hambrientos de justicia… En pocas palabras, la conclusión era rápida: las bienaventuranzas eran un bellísimo texto evangélico que no nos concernía. Y el paseo prosiguió en silencio, uno al lado del otro. Ahora bien, en cierto momento me di cuenta (precisa el marido) de que caminaba solo. Mi mujer ya no estaba a mi lado. Sorprendido, me vuelvo y la veo ahí, detenida detrás de mí a pocos pasos. Me mira, los ojos rojos de lágrimas. Llora en silencio. La veo y, sin decir nada, comprendo. Comprendo que somos pobres, que estamos afligidos, hambrientos. Nuestra pareja es infértil. No tenemos hijos y no podremos tener. A causa de esta infertilidad envidiamos a las parejas que tienen la gracia de esta riqueza y, habéis debido notarlo, no soportamos a los niños. Su simple presencia nos irrita. Estando impedidos de tenerlos, vivimos lo contrario de las bienaventuranzas. No somos dulces con los hijos de otros hogares y esta envidia que nos atenaza hace que no tengamos el corazón puro. Hemos hablado poco durante el resto del tiempo de reflexión que siguió, pero lo poco que hemos dicho se resume de la manera siguiente: vamos a cambiar de actitud respecto de las parejas que tienen hijos y respecto de los propios niños”. Y el hermano Raymond confirmó que, a partir de ese fin de semana de las bienaventuranzas, la casa de ese hogar se convirtió “en la casa de Dios”, siempre llena de niños felices de encontrarse allí.

La pobreza de espíritu de la que hemos hablado hasta aquí y que hemos caracterizado por dependencia y privación, es entonces una pobreza espiritual. Este pequeño testimonio nos muestra bien que esta pobreza de espíritu puede expresarse, vivirse, en una pobreza real, la cual no tiene forzosamente que ver con una pobreza material cualquiera, incluso si, por supuesto, no la excluye. Puede revestir múltiples formas: pobreza de la infertilidad para una pareja, pobreza de salud física, pobreza de la soledad o del celibato no consagrado, pobreza en las relaciones conyugales o en las laborales, pobreza en el desempleo o en la ausencia de reconocimiento social, pobreza del cónyuge abandonado, pobreza en el fallecimiento de un cónyuge o de un hijo, pobreza de aquel cuya falta se ha vuelto ya castigo, pobreza del padre de alguien que nació o que se ha vuelto desdichado, pobreza de aquella cuyo hijo se ha vuelto un criminal y que de ahora en adelante será visto por su madre como un asesino o un traidor… Sin embargo, incluso pobre, siempre se es rico de algo. Incluso en la indigencia el pobre puede tener un talento, dones que faltan a otro y que podría compartir: “el mayor entre vosotros pórtese como el menor; y el que manda como quien sirve” (Lc 22, 26). La bondad de Dios distribuye así los dones y los bienes entre sus hijos, para que se ayuden mutuamente y para que ninguno esté frustrado de la bienaventuranza de la limosna y de la pobreza. Ahora bien, el medio de obtener así el intercambio y de restablecer la igualdad entre los hijos de Dios no es la violencia que arrebata o la avaricia que retiene, sino la humildad que pide por medio de la oración y del sacrificio, que la benevolencia divina se expanda del uno al otro. La bondad de Ruth hacia su suegra Noemí es un notable ejemplo (Libro de Ruth).

Ruth y Noemí

Miremos la desolación de Noemí luego de que perdiese a su marido y a sus dos hijos, sus únicos hijos. Escuchemos sus descorazonadas palabras de adiós a sus nueras, Orfá y Ruth: “Id y volved cada una a casa de vuestra madre. Que Yahveh tenga misericordia con vosotras como vosotras la habéis tenido con los que murieron y conmigo”. Escuchemos sus palabras cansadas e insistentes. Ya no esperaba nada de la vida, ella, que en otro tiempo era la hermosa Noemí y que ahora era la Noemí trágica, rota por el dolor. Pensaba solamente en volver, para morir, a los lugares donde había sido feliz durante su juventud, entre el amor de su marido y los besos de sus hijos. Decía: “Id, id. Es inútil venir conmigo… Soy como una muerta… Mi vida ya no está aquí, sino allá, en la vida del más allá donde ellos se encuentran. No sacrifiquéis vuestra juventud al lado de una cosa que muere, pues realmente no soy más que una cosa. Todo me es indiferente. Dios me ha quitado todo… Soy una angustia. Y os causaré angustia y eso me pesará en el corazón. Y el Señor me exigirá reparación. Él que ya me ha golpeado tanto, pues reteneros a vosotras que estáis vivas cerca de mí que estoy muerta sería egoísmo. Volved a casa de vuestras madres…”.

Ruth y NoemíPero Ruth, la moabita, permaneció para aliviar esta vejez dolorosa. Ruth había comprendido que hay dolores más grandes que aquellos que tienen que soportarse y que su dolor de joven viuda era menos pesado que dolor de aquella que, además de su marido, había perdido a sus dos hijos. ¡Cuántos dolores hay en el mundo! Como el dolor de aquel que, por un conjunto de motivos, llega a odiar al género humano; ve en todo hombre un enemigo del que hay que defenderse y al que debe temerse. Su dolor es aún más grande que los otros dolores porque afecta no solamente la carne, la sangre, la mente, sino el espíritu con sus deberes y sus derechos sobrenaturales, llevándolo así a su perdición. En el mundo ¡cuántas madres sin hijos hay y cuántos niños sin madre! ¡Cuántas viudas sin hijos que podrían socorrer las vejeces solitarias! Cuántos hombres que, privados de amor porque todos son desdichados, podrían emplear su necesidad de amar y de combatir el odio dando, dando, dando amor a la humanidad desdichada que sufre siempre más porque siempre odia más.

El dolor es una cruz, pero también es un ala. El duelo despoja, pero para revestir. “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados” (Mt 5, 4). Miremos el mundo. Es una landa donde se llora y donde se muere. Y el mundo grita: “¡Auxilio!” por boca de los huérfanos, de los enfermos, de los solitarios, de los que dudan, por boca de aquellos que una traición, una crueldad, hacen prisioneros del rencor. ¡Vayamos hacia aquellos que gritan! ¡Olvidémonos en medio de los que son olvidados! ¡Curémonos en medio de los enfermos! ¡Esperemos en medio de los desesperados! El mundo está abierto a todas las buenas voluntades que quieren servir a Dios en el prójimo y así conquistar el Cielo: unirse a Dios y asociarse a aquellos que lloran. Imitemos a Ruth ante todos los dolores. Digamos nosotros también con Ruth: “Estaré con usted hasta la muerte”. Incluso si responden, esos pobres desafortunados que se creen incurables: “No me llaméis ya Noemí (que significa encantadora); llamadme Mará (que quiere decir amarga), porque el Omnipotente me ha llenado de amargura en demasía”, persistamos. Así podrán decir un día: “Bendito sea el Señor que me ha sacado de la amargura, de la desolación, de la soledad gracias a los cuidados de una criatura que ha sabido hacer fructificar su dolor en bondad. Que Dios la bendiga eternamente pues ha sido para mí la salvación”.

La bondad de Ruth hacia Noemí ha dado al mundo el Mesías porque el Mesías viene de David, que viene de Jesé, que viene de Obed, quien a su vez viene de Booz y de Ruth. Todo acto de bondad es el origen de grandes cosas en las que no se pensaba. El esfuerzo que alguien hace contra su propio egoísmo puede provocar tal marea de amor que es capaz de elevarse, de elevarse portando en su limpidez a aquel que la ha provocado hasta llevarlo al pie del altar, hasta el corazón de Dios * Según Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999.vol. 3, cap 209..

Peregrinos y forasteros en camino hacia la casa del Padre

El último apartado de nuestro artículo 11 es introducido por medio de una precisión (en el espíritu de las bienaventuranzas) que da un tinte particular a las dos frases que siguen.

Cuando leemos y meditamos las bienaventuranzas, puede sorprendernos el tiempo de los verbos utilizados. A excepción de la bienaventuranza de la pobreza de espíritu y de la de la persecución por la justicia (en las que los verbos utilizados están en presente) todas las otras bienaventuranzas utilizan verbos conjugados en futuro, como si todas las virtudes practicadas hoy no dieran fruto sino hasta más tarde. Ese futuro expresado por el tiempo de los verbos significa también que no duraremos eternamente en este mundo presente. Es más, estamos en el mundo pero no pertenecemos al mundo (Jn 17, 16), al igual que los forasteros. En verdad somos forasteros. Pero somos forasteros “en camino hacia”, es decir que entramos en una dinámica divina siguiendo el camino que Cristo ha abierto para así reencontrarnos con Cristo en el seno del Padre. El Nuevo Testamento “rebosa” de indicaciones que expresan bien esta doble particularidad de peregrinos y forasteros en camino hacia la casa del Padre: unidos con Cristo en la Iglesia y marcados por el Espíritu Santo, el cual es arras de nuestra herencia (Ef 1, 14), somos llamados hijos de Dios y en verdad lo somos (1 Jn 3, 1). Pero todavía no nos hemos manifestado juntamente con Cristo, en la gloria (Col 3, 4). Es ahí que seremos semejantes a Dios, porque lo veremos tal como es (1 Jn 3, 2). Entonces, mientras estamos domiciliados en el cuerpo, estamos exiliados lejos del Señor (2 Cor 5,6) y poseyendo las primicias del espíritu, gemimos igualmente en nuestro propio interior (Rom 8, 23) y deseamos estar con Cristo (Flp 1, 23). Es la misma caridad que nos impulsa a vivir más intensamente por Él, que murió y resucitó por nosotros (2 Cor 5, 15). También nos esforzamos en ser gratos al Señor (2 Cor 5, 9) y nos revestimos con las armas de Dios para mantenernos firmes ante las asechanzas del diablo y resistir en el día adverso (Ef 6, 11-13). Pero como no conocemos ni el día ni la hora necesitamos, según la advertencia del Señor, vigilar asiduamente para que al término de nuestra única vida terrestre (Heb 9, 27) merezcamos con él tener acceso al festín nupcial y ser contados entre los bienaventurados (Mt 25, 31-46). Considerando que los sufrimientos de esta vida no pueden compararse a la gloria que un día debe sernos revelada (Rom 8, 18; 2 Tim 2, 11-12) esperamos, firmes en la fe, el bienaventurado objeto de nuestra esperanza y la gloriosa manifestación de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo (Tit 2, 13), que vendrá a transformar nuestro cuerpo humillado volviéndolo semejante a su glorioso cuerpo (Flp 3, 21), que vendrá para ser glorificado en sus santos y ser admirado en todos aquellos que habrán creído (2 Tes 1, 10).

Liberarse de todo deseo de posesión y de dominio

El final de nuestro artículo 11 habla de liberarse de todo deseo de posesión y de dominio, como si el simple deseo envenenase e incluso envenenase a aquel que es objeto. En realidad, esto es perfectamente exacto y a tal punto que el Señor mismo, en el noveno y décimo mandamientos * El décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La “concupiscencia de los ojos” (1 Jn 2, 16) lleva a la violencia y a la injusticia prohibidas por el quinto precepto. La codicia tiene su origien, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres primeras prescripciones de la ley. El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley. CIC 2534.   del decálogo nos prescribe no envidiar nada, ya que la envidia no es otra cosa que ese deseo que encarcela: “No codiciarás la casa de tu prójimo; ni codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su siervo, ni su sierva, ni su buey, ni su asno, ni nada de lo que es suyo” (Éx 20, 17). Nos detendremos entonces en este mandamiento, tan manifiesto que nuestra Regla nos remite a él.

Dios nos da a cada uno lo que nos hace falta. Es la verdad. ¿Qué es lo que necesita el hombre? ¿Lo fausto? ¿Las tierras con innumerables campos? ¿Los banquetes en los que, tras el crepúsculo, se ve alzarse el alba? No. Nada de todo esto. Lo que un hombre necesita es un techo, pan, vestido; en pocas palabras, lo indispensable para vivir. La convoitiseMiremos alrededor de nosotros: ¿quiénes son los más felices y los más sanos? ¿Quién goza de una vejez sana y tranquila? ¿Los sibaritas? No, sino aquellos que viven honradamente, trabajando y limitando sus deseos. No tienen el veneno de la lujuria y se conservan fuertes, ni el veneno de los banquetes y se conservan ágiles, ni el veneno de la codicia y se mantienen felices. Mientras que aquel que desea tener siempre más, mata su paz y no disfruta. Entre más bebe, más sed tiene. Entre más come, más hambre tiene. Tiene una vejez precoz. El rencor y los abusos lo queman. Podríamos poner juntos el mandamiento de no robar y el de no desear los bienes del prójimo. Porque de hecho el deseo inmoderado empuja al robo. Sólo hay un paso de uno al otro. ¿Puede decirse, por lo tanto, que todo deseo es ilícito? No llegaremos hasta ahí. El padre de familia que, trabajando en el campo o en la fábrica, desea conseguir con qué asegurar el pan de sus hijos, en realidad no peca. Cumple sus deberes de padre. Pero aquel que, por el contrario, no desea otra cosa que un goce más grande y se apropia de lo que pertenece al prójimo para gozar más, ése peca. ¡La envidia! ¿Por qué? ¿Qué otra cosa es el deseo del bien del prójimo sino codicia y envidia? La envidia separa de Dios y une a Satanás. El primero que deseó el bien del prójimo fue Lucifer. Era el más bello de los arcángeles, gozaba de Dios. Habría debido contentarse con eso. Envidió a Dios y quiso ser Dios, y se convirtió en el demonio, el primer demonio. Segundo ejemplo: Adán y Eva tenían todo, gozaban del paraíso terrenal, gozaban de la amistad de Dios, felices con los dones de gracia que Dios les había concedido. Habrían debido contentarse con eso. Envidiaron a Dios el conocimiento del bien y del mal y fueron expulsados del Edén (Gn 3, 23). Fueron los primeros pecadores. Tercer ejemplo: Caín envidió a Abel a causa de su amistad con el Señor. Y se convirtió en el primer asesino (Gn 4, 8). Otro ejemplo: María, hermana de Aarón y de Moisés, envidió a su hermano y se convirtió en la primera leprosa de la historia de Israel (Nm 12, 10). Podríamos seguir paso a paso a través de toda la vida del pueblo de Dios y veríamos que un deseo inmoderado ha hecho de aquel que lo ha sentido un pecador, y ha conducido la nación al castigo. Porque los pecados de los individuos se acumulan y conducen al castigo de las naciones. Son como granos, granos, granos de arena que, acumulados en el transcurso de los siglos, provocan un derrumbamiento que hunde a los países y lo que se encuentra en ellos.

Imitemos a los pájaros en la libertad de sus deseos. Mirémoslos a medio invierno. Hay poco alimento. Pero, ¿se preocupan en verano por hacer reservas? No. Se fían al Señor. Saben que un gusanito, un grano, una migaja, unos restos, una mosquilla en el agua, siempre podrán capturarlos para llevárselos al buche. Saben que siempre habrá una chimenea caliente o un copo de lana para servirles de refugio en invierno. Les oiseauxSabe también que, cuando venga el tiempo en el que les hará falta heno para sus nidos y comida más abundante para sus pequeños, habrá en las praderas heno fragante, comida suculenta en las huertas y en los surcos y que el aire y la tierra estarán llenos de insectos. Y cantarán dulcemente: “Gracias, Creador, por lo que nos das y nos darás”, prontos a exhalar hosannas a voz en cuello. ¿Hay criatura más alegre que el pájaro?  Y sin embargo, ¿qué es su inteligencia comparada a la inteligencia humana? Una mota de polvo ante una montaña. Pero nos da una lección. En verdad, aquel que posee la alegría del pájaro vive sin deseo impuro. Se confía a Dios y siente en Él a un Padre. Sonríe al día que se levanta y a la noche que desciende, porque sabe que el sol es su amigo y la noche su nodriza. Mira a los hombres sin rencor y no teme sus venganzas, pues no les ha hecho ningún mal. No experimenta temor por su salud ni por su sueño, porque sabe que una vida honesta aleja las enfermedades y procura un dulce reposo. Para terminar, no teme a la muerte porque sabe que, habiendo obrado bien, sólo puede obtener la sonrisa de Dios. Incluso el rey muere y el rico también. No hay cetro que aleje a la muerte y el dinero no puede comprar la inmortalidad. En presencia del Rey de reyes y del Señor de señores, las coronas y el dinero no son más que bromas. La única corona que tiene valor es una vida vivida según la voluntad divina. * Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999.vol. 2, cap 131.

Artículo 13

De la misma manera que el Padre ve en cada uno de los hombres los rasgos de su Hijo, Primogénito de muchos hermanos * Rom 8, 29., los franciscanos seglares acojan a todos los hombres con ánimo humilde y cortés, como don del Señor * 2 C 85 ; 1 R 26 ; 1 R 7, 13. e imagen de Cristo. EL SENTIDO DE LA FRATERNIDAD los hará felices y dispuestos a identificarse con todos los hombres, especialmente con los más humildes, para los cuales se esforzarán en crear condiciones de vida dignas de criaturas redimidas por Cristo. * 1 R 9, 3 ; Mt 25, 40.

La acogida del prójimo, sobre todo de aquel prójimo al que nos cuesta amar, reclama un desprendimiento por parte nuestra, la aceptación de una pobreza. El desprendimiento se vivirá bajo múltiples facetas: desprendimiento de tiempo, sin embargo tan precioso para llevar a cabo cosas cuán más importantes que la de acoger a un “amigo inoportuno”; desprendimiento del placer de encontrarse con gente “del mismo mundo”… En la regla de 1221 Francisco resume en pocas palabras los colindantes de esa condición de pobreza necesaria a la acogida del prójimo: “Empéñense todos los hermanos en seguir la humildad y pobreza de nuestro Señor Jesucristo (…) Y deben gozarse cuando conviven con gente baja y despreciada, con los pobres y débiles, con los enfermos y leprosos, y con los mendigos que están a la vera del camino” (1 R 9, 1-2).

Primogénito de muchos hermanos

El primer capítulo de este manual de formación nos revelaba que Dios es Amor y que nos creó por Amor. Y nos creó a su imagen: Amor. Nos creó para amar. Es así como, desde antes de su nacimiento, el hombre está verdaderamente predestinado a reproducir en el curso de su existencia la imagen del Hijo de Dios hecho hombre, él mismo “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15), para que Cristo sea el primogénito de una multitud de hermanos y hermanas * Según CIC 381.   amantes de Dios y de su prójimo. Tampoco es sorprendente ver que nuestra Regla invite a los laicos franciscanos a acoger a todo hombre con el corazón, pues es con el corazón con lo que se sirve a Dios. Las disposiciones del corazón, necesarias a esta acogida, son incluso precisadas. El corazón debe ser humilde, es decir que debe rebajarse, colocarse voluntariamente por debajo de su posición, así como Cristo no retuvo celosamente el rango que lo igualaba a Dios, sino que se rebajó para volverse semejante a los hombres. El corazón debe también ser cortés, es decir, ese corazón que habla, ama y obra hacia el otro con esa educación refinada que da la paz y la alegría al prójimo. Cuánta cortesía mostró nuestro Señor Jesucristo hacia el pequeño Zaqueo, aquel que estaba hecho a un lado por la sociedad de los puros y los perfectos: Zaqueo, baja rápido, porque conviene que hoy me quede en tu casa.

Ahora bien, en el hombre, la humildad y la cortesía son dos virtudes difíciles de vivir, ya que es tan cómodo dominar al otro, creerse perfecto y juzgar al prójimo. Cristo no nos vela la verdad: el que quiera venir en pos de mí, 1) niéguese a sí mismo, 2) cargue cada día con su cruz y 3) sígame (Lc 9, 23). El camino de la perfección pasa por la Cruz. No hay santidad sin renunciamiento y sin combate espiritual. El progreso espiritual implica la ascesis y la mortificación que conducen gradualmente a vivir en la paz y la alegría de las bienaventuranzas.

Como don del Señor e imagen de Cristo

Cuánto nos gusta “nuestra casita”, “nuestro pequeño yo”, con sus insignificantes costumbres, sus insignificantes certidumbres, sus insignificantes oraciones de acción de gracias tan particulares: “¡Oh Dios! Gracias te doy, porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano” (Lc 18, 11), mientras que a ese mismo publicano Jesús le anuncia: “conviene que hoy me quede en tu casa”. Estamos siempre más listos a excluir al prójimo que a acogerlo, y las bajas razones de esta exclusión son múltiples. Sin embargo, aquella que sobrepasa a todas las demás  puede resumirse por ese detestable y espontáneo sentimiento de que “no es como yo”. Yo soy blanco y él es negro. Yo soy cristiano y él musulmán. Yo soy rico y él es pobre. Yo soy pobre y él es rico. Yo soy culto y él tonto. ¿No son apreciaciones detestables? Pues, ¿acaso un solo hombre en el mundo ha podido escoger, un día, su lugar de nacimiento (Europa, África, Asia…)? ¿O la familia en la que ha nacido (en casa de los príncipes de este mundo, en casa de los saltimbanquis…? ¿O la religión de sus padres (cristiana, musulmana, judía…)? El Señor es el Padre de todos los hombres. Dios ha creado a todos los hombres a su imagen y semejanza, es decir, con su carácter propio. Todos hijos de un mismo padre, todos, sin embargo, somos únicos, diferentes de los otros. ¿Acaso no sucede lo mismo, en pequeña escala, en un grupo de hermanos? Todos los hijos del mismo padre y de la misma madre presentan similitudes los unos con los otros pero, sin embargo, todos son diferentes los unos de los otros.

Nuestra regla me invita a acoger a ese prójimo, siempre diferente, como un don del Señor. Francisco, en su Testamento, resume muy bien la iniciativa divina origen de este don: “Luego el Señor me dio hermanos…”. Pero, ¿qué es un don, sino un favor, una gratificación, una generosidad, una ofrenda, un presente, en pocas palabras, ¡algo bueno para mí! Acoger al forasteroEntonces mi prójimo no puede ser recibido como un enemigo sino como un don que el Señor me concede pues, en ese prójimo, se encuentra inevitablemente una imagen de Cristo. Me toca a mí buscarla y verla como el Padre de los Cielos ve los rasgos de su Hijo en todo hombre.

Crear condiciones de vida dignas de criaturas redimidas por Cristo

Las últimas líneas del artículo 13 comienzan por recordar que es el sentido de la fraternidad el que dispone a considerar con alegría a todo hombre como su igual. Pero, ¿cómo servir a Dios sirviendo a nuestro prójimo? Devolviendo a Dios todo aquello que el mundo, la carne, el demonio le han quitado a Dios. ¿De qué manera? Por medio del amor. El amor que tiene mil maneras de ejercerse y conoce un fin único: hacer amar. El mundo está lleno de hambrientos, de sedientos, de pobres personas desnudas, de forasteros, de enfermos, de prisioneros, de gente que llora y cuyas miserias cotidianas pueden ser tantos muros alzados entre sus almas y la visión beatífica de su Creador, Redentor y Salvador. Crear condiciones de vida dignas de criaturas redimidas por Cristo es dar de comer a los hambrientos, dar de beber a aquellos que tienen sed, vestir a aquellos que están desnudos, acoger al forastero, visitar a los enfermos o a los prisioneros, ser misericordiosos hacia aquellos que lloran, soportar a los inoportunos… Dios es misericordia porque Dios es Amor. El siervo de Dios debe ser misericordioso para imitar a Dios. Dios se sirve de la misericordia para atraer hacia Él a sus hijos perdidos. Y el siervo de Dios debe servirse de la misericordia como un medio de llevar a Dios sus hijos perdidos.

Dar de comer a los hambrientos es un deber de reconocimiento y de amor. Es un deber de imitación. Se ama a Dios dando pan a quien tiene hambre en recuerdo de tantas veces en las que Él ha saciado al hombre por medio del continuo acto milagroso del grano que germina, del don de la tierra propicia al cultivo, de la dirección de los vientos, del calor y de las lluvias que nos concede. Todo esto nos es dado por la pura bondad de Dios. Dar de comer a los hambrientos es una oración de reconocimiento al Señor. Es imitar al Padre que nos ha creado a su imagen y semejanza y al que debemos seguir en nuestras obras.

Dar de beberDar de beber a aquellos que tienen sed. Las aguas pertenecen a Dios. Son para todos. Sepamos darlas a aquellos que tiene sed. Por una obra tan pequeña, que no cuesta dinero, que no impone más fatiga que la de presentar una tasa o una jarra, habrá una recompensa en el Cielo. Pues no es el agua, sino el acto de caridad lo que es grande ante los ojos de Dios.

Vestir a aquellos que están desnudos. Si alzamos los ojos sobre la vasta tierra podremos ver por todos lados personas desnudas o cubiertas de harapos. Esas personas miran pasar, humilladas, a los ricos con sus suntuosas vestimentas. Humillación y bondad en aquellos que son buenos: humillación y odio en aquellos que son menos buenos. Ayudémosle en su humillación volviéndolos mejores si son buenos, destruyendo el odio gracias a nuestro amor si son menos buenos. No digamos: “sólo tengo para mí”. Como por el pan, siempre tenemos algo más que aquellos que están totalmente desamparados. Incluso de un viejo vestido, de una sábana vieja se puede hacer algo bueno. Sepamos dar como Dios nos da. Demos en nombre del Señor, sin temor a quedarnos desnudos. Valdría más morir de frío por haberse despojado a favor de un mendigo que dejarse congelar el corazón, incluso bajo mullidas ropas, por falta de caridad. Sepamos que la tibieza del bien que se hace es más suave para aquel que la recibe que la del abrigo de lana purísima, y el cuerpo del pobre que ha sido cubierto habla a Dios y le dice: “Bendice al que me ha vestido”.

Acoger al forasteroAcoger al forastero. ¿Por qué pensar, en presencia de un viajero o de un extranjero: “y si fuera un ladrón o un asesino”? ¿Nos importan tanto nuestras riquezas que, por ellas, nos pone a temblar todo extranjero que se presente? ¿Nos importa tanto nuestra vida que nos estremecemos de horror al pensar que podemos ser privados de ella? ¿Y qué? ¿Tememos en el pasante a un ladrón y no tenemos miedo del huésped tenebroso que se aloja en nuestro corazón y nos roba lo que es irremplazable? ¿No hay entonces bien más que en la riqueza y la existencia? ¿Acaso no es más preciosa la eternidad que nos dejamos robar y matar por el pecado? ¿Por qué querer ver en todo viajero a un ladrón? Somos hermanos. La casa se abre a los hermanos de paso. ¿No será el viajero de nuestra misma sangre? ¡Ah, sí! Es de la misma sangre que Adán y Eva. ¿No es nuestro hermano? ¡Cómo no! No tiene más que un solo Padre: Dios nos ha dado una misma alma, como un padre da una misma sangre a los hijos de un mismo matrimonio. ¿Es pobre? Actuemos de modo que nuestro espíritu no sea más pobre que él, privado de la amistad del Señor. ¿Sus ropas están desgarradas? Actuemos de modo que nuestra alma ya no sea desgarrada por el pecado. Su aspecto es desagradable. Actuemos de modo que la nuestra ya no lo sea ante los ojos de Dios. ¿Habla una lengua extranjera? Actuemos de modo que el lenguaje de nuestro corazón no sea incomprensible en la Ciudad de Dios. Visitar a los enfermosVeamos en el viajero a un hermano. Todos somos viajeros en camino hacia el Cielo y todos golpeamos las puertas que están a lo largo del camino que va al Cielo. Y cada vez que abramos nuestra casa y nuestros brazos saludando con el dulce nombre de hermano a un desconocido, pensando en Dios que lo conoce, estaremos seguros de que el Señor nos ha hecho recorrer varias millas del camino que lleva a los Cielos.

Visitar a los enfermos. Es verdad que, de la misma manera en que todos los hombres son viajeros, todos los hombres son enfermos. En primer lugar, no tengamos miedo de las enfermedades corporales. El espíritu puede ser corrompido, no por cosas materiales, sino por cosas espirituales. Si alguien cura a un leproso, su espíritu no se vuelve leproso, al contrario: gracias a la caridad que practica heroicamente, que lo lleva a aislarse en los valles de muerte y las leproserías por piedad al hermano, toda mancha de pecado cae de él. Pues la caridad es absolución del pecado y la primera de las purificaciones. Y las enfermedades más graves no son las del cuerpo sino las del espíritu: son estas enfermedades invisibles las que son más mortales. Curiosamente, ¡no provocan asco! ¡La herida moral no inspira repugnancia! ¡La pestilencia del vicio no da náuseas! ¡La gangrena de un leproso espiritual no hace retroceder! Partamos siempre del pensamiento: “¿Cómo querría que me tratasen si fuese como aquel?” Y tratemos como quisiéramos que nos traten.

Visitar a los prisionerosVisitar a los prisioneros. Incluso si todos los prisioneros fueran ladrones o asesinos, no es justo volvernos ladrones y asesinos quitándoles con nuestro desprecio la esperanza del perdón. ¡Pobres prisioneros! No se atreven a levantar sus ojos hacia Dios, tan abrumados como están por sus faltas. Las cadenas, en realidad, atan más sus espíritus que sus pies. Pero, ¡qué desgracia si desesperan de Dios! Al crimen hacia el prójimo agregan el de desesperar del perdón. Que el condenado o el prisionero tenga el amor de los hermanos. Será una luz en las tinieblas, será una voz, será una mano que muestra las alturas mientras que la voz dice: “Que mi amor te diga que Dios también te ama. Es Él quien me ha puesto en el corazón este amor por ti, desafortunado hermano”, y la luz permita entrever a Dios, Padre lleno de piedad.

Enterrad a los muertos. La contemplación de la muerte es una escuela de la vida. Como Dios lo ha dicho, el polvo se convierte en polvo. Y sin embargo, únicamente porque este polvo ha arropado al espíritu y ha sido vivificado, hay que pensar que es un polvo santificado de manera que no difiere de los objetos que han tocado el Tabernáculo. Por su solo origen el alma comunica la belleza a la materia y, a causa de esta belleza que viene de Dios, el cuerpo se embellece y merece respeto. Somos templos, y como tales merecemos el honor como han sido siempre honrados los lugares donde se ha alojado el Tabernáculo. Enterrad a los muertosEntonces, hagamos a los muertos la caridad de un reposo honrado en la espera de la resurrección. Pero el hombre no es solamente carne y sangre. También es alma y pensamiento. Las almas sufren también y hay que satisfacer misericordiosamente sus necesidades. Demos el pan del espíritu al hambre de los espíritus. Instruir a aquellos que no conocen a Dios corresponde, en el orden espiritual, a saciar a los hambrientos, y si se da una recompensa por un pan dado al cuerpo que languidece para que no muera ese día, ¿qué recompensa será dada a aquel que sacia un espíritu de verdades eternas, dándole la vida eterna? No seamos avaros de lo que hemos recibido. Nos ha sido dado gratuitamente y sin medida. Démosle sin avaricia pues es algo de Dios, como el agua del cielo, y hay que darla como ha sido dada. Demos el refresco límpido y bienhechor de la oración a los vivos y a los muertos que tienen sed de gracias. No se debe negar el agua a las gargantas secas. ¿Qué hay que dar entonces a los corazones de los vivos angustiados y a los espíritus sufrientes de los muertos? Oraciones, oraciones fecundas porque son inspiradas por el amor y el espíritu de sacrificio. Oremos más por nuestros sacrificios que por nuestros labios y demos reposos a los vivos y a los muertos haciendo la segunda obra de misericordia espiritual. El mundo será más salvado por las oraciones de los que saben rezar que por ruidosas batallas, inútiles y asesinas.

Cubrir a aquellos cuyo espíritu está desnudo. ¿Cómo cubrir a aquéllos cuyo espíritu está desnudo? Perdonando a los que nos ofenden. La ofensa es lo contrario de la caridad. Lo contrario de la caridad despoja de Dios. Aquel que comete la ofensa se desviste. Sólo el perdón del que ha ofendido cubre esta desnudez, porque le devuelve a Dios. Le pardonDios espera, para perdonar, que el ofendido haya perdonado. Perdonar tanto al hombre que ha sido ofendido como a aquel que ha ofendido al hombre y a Dios. No seamos ciegos e hipócritas. No hay nadie que no haya ofendido a su Señor. Pero Dios nos perdona si nosotros perdonamos al prójimo y perdona al prójimo si aquel que ha sido ofendido perdona. Se nos tratará como hayamos tratado. En consecuencia, perdonemos si queremos ser perdonados y gozar del Cielo gracias a la caridad otorgada.

Ser misericordiosos con los que lloran. Lloran aquellos que la vida ha herido, aquellos cuyo corazón ha sido roto en sus afectos. No nos encerremos en nuestra serenidad como si fuese una fortaleza. Sepamos llorar con aquellos que lloran, consolar a aquellos que están afligidos, llenar el vacío de aquel que la muerte ha privado de algún pariente. Padres con los huérfanos, hijos con los padres, hermanos los unos para los otros. Amemos. ¿Por qué amar sólo a los que son felices? Ellos ya tienen su pedazo de sol. Amemos a los que lloran. Son los menos amables para el mundo, pero el mundo no conoce el valor de las lágrimas. Amémosles si están resignados en su tristeza. Amémosles más aún si el dolor los subleva. Nada de reproches, sino dulzura para persuadirlos en su dolor de la utilidad del sufrimiento. Pueden, a través del velo de las lágrimas, ver de una manera deformada el rostro de Dios al que reducen a la expresión de una omnipotencia vengativa. Consoler ceux qui pleurentNo. ¡No nos escandalicemos! No, no es más que una alucinación que proviene de la fiebre del sufrimiento. Auxiliémoslos para que la fiebre ceda. Luego, cuando lo más fuerte de la fiebre ceda y lleguen el abatimiento y el estupor embrutecido del que ha sufrido un traumatismo, recomencemos a hablar de Dios como de algo nuevo, dulce, pacientemente. Y luego callémonos. No insistamos… El alma se trabaja por sí misma. Ayudémosla por medio de caricias y de la oración. Y cuando diga: “Entonces, ¿no era Dios?”, respondamos: “No, Él no quería hacerte mal, porque te ama”. Y cuando el alma diga: “Pero yo, yo lo he acusado”, digamos: “Él ya lo ha olvidado porque era a causa de la fiebre”. Y cuando diga: “Entonces, lo quiero”, digamos: “¡Aquí está! Está a la puerta de tu corazón esperando que le abras”.

Soportar a los inoportunos. Vienen a molestarnos en la casita de nuestro yo, como los viajeros que vienen a molestar en la casa en la que vivimos. Son los inoportunos, pero si nosotros no los amamos a causa de la molestia que nos dan, ellos, a su forma, nos aman. Acojámoslos gracias a este amor. E incluso si viniesen a plantearnos preguntas indiscretas, a decirnos su odio, a insultarnos, tengamos paciencia y caridad. Soportar a los inoportunosPodemos volverlos mejores gracias a nuestra paciencia, pero podemos escandalizarlos por nuestra falta de caridad. Sufrimos de verlos pecar; pero sufrimos más de hacerlos pecar y de pecar nosotros mismos. Recibámoslos en nombre del Señor si no podemos recibirlos con nuestro amor. Y Dios nos dará una compensación viniendo Él, enseguida, a visitarnos y a borrar el recuerdo desagradable por medio de sus caricias sobrenaturales. * Valtorta, María, El Evangelio como me ha sido revelado, Centro Editoriale Valtortiano, Isola de Liri, Italia, 1999.vol. 4, cap 275.

El que viene a mí jamás tendrá hambre; el que cree en mí jamás tendrá sed (Jn 6, 35). Crear condiciones de vida dignas de criaturas redimidas por Cristo es aliviar los sufrimientos del mundo, sufrimientos materiales y sufrimientos espirituales. Todo esto no quedará sin recompensa. Pues si se da una recompensa por un vaso de agua ofrecido al pasante que tiene sed, ¿qué no se dará por haber quitado a un espíritu la sed infernal?

PREGUNTAS

¿He aprendido bien?

  1. Las bienaventuranzas aparecen como un condensado del pensamiento del Señor. Son como vías que el Señor nos invita a tomar. ¿Soy capaz de enumerar esas vías? ¿Y soy capaz de definir con precisión lo que es una bienaventuranza?
  2. La perfecta alegría, tan agradablemente expuesta en el capítulo 8 de las Florecillas, nos ofrece sin embargo dos importantes lecciones. ¿Cuáles son esas dos lecciones?
  3. ¿Cómo se puede afirmar que los hermanos menores, las hermanas de Clara de Asís y los hermanos seglares de san Francisco (así como todos los hermanos capuchinos y todos los miembros de las diferentes ramas de la familia franciscana) son llamados a vivir la misma pobreza Evangélica?

Para profundizar

  1. La primera plegaria eucarística formula su intercesión para la asamblea de esta manera: “Y a nosotros, pecadores, siervos tuyos, que confiamos en tu infinita misericordia, admítenos en la asamblea de los santos apóstoles y mártires (…) y de todos los santos; y acéptanos en su compañía, no por nuestros méritos, sino conforme a tu bondad, por Jesucristo nuestro Señor”. ¿Qué lazos puedo discernir entre esta plegaria y las bienaventuranzas que nos refiere Mateo 5, 1-12?
  2. En su admonición 14 Francisco me revela, por medio del ejemplo concreto de la afrenta hecha al fariseo que yo mismo soy, es decir a mi querido “yo”, lo que es el verdadero espíritu de la pobreza. ¿Qué resolución(es) puedo tomar hoy para vivir este espíritu de pobreza con mis allegados (pero sin descuidar por tanto el resto, como me lo recuerda con fuerza el Señor [Mt 23, 23])?
  3. ¿Qué resolución(es) concreta(s) puedo tomar para ser, desde hoy y hasta mi muerte, siervo de la Providencia?

Le pain partagé

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Realizado por www.pbdi.fr Ilustrado por Laurent Bidot Traducción : Lenina Craipeau